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Mensaje  Alejandra Correas Vázquez Sáb Sep 09, 2023 4:52 pm

INDOAMÉRICA
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por Alejandra Correas

No le conocíamos su edad y es posible que ella tampoco la supiera. Provenía de los llanos riojanos siendo ya una mujer adulta y formada —pero india intemporal como todas—  a su llegada a nuestra casa. En una fecha distante y también imprecisa, que ya nadie recordaba.

Sin embargo aún cuando no podíamos establecer con claridad el momento de su llegada a nuestra familia (que ella había elegido y no nosotros a ella) habría de dedicarnos a partir de allí con suma pasión, su vida entera. Igual que la Pachamama cuida y vela por sus hijos, con extremo rigor y con extremo amor.

Ella no nos pertenecía. Nosotros en cambio, sí le pertenecíamos a ella,  como se pertenece a la Pachamama.

Puede pertenecernos la serranía cordobesa, el rumoroso arroyo o el irregular paisaje serrano. Nuestros amores y desamores. O los encantos y desencantos. Los verdes valles, infinitos y hermosos. Las pampas soleadas. Las punas desérticas. Nos pertenece con orgullo la Universitas  Cordubensis  Tucumanae, nuestra universidad colonial, casi por un acuerdo simbólico o bien mítico, más que por un hecho oficial.

Como nos pertenecíamos en conjunto, todos los que habitábamos en nuestra familia. Porque fuimos sembrados aquí, igual que el aromo, antes incluso de nuestro nacimiento.

Pero ella  no. Ella no nos pertenecía. Era como la presencia viva de la misma Pachamama. Ella estaba con nosotros porque así lo quería. Así lo había decidido. Esa era su voluntad. Ella nos había elegido a nosotros… Y no nosotros a ella.

Rosa no nos necesitaba, nosotros en cambio, siempre la necesitábamos a ella. Girábamos en su derredor o bajo su vigilancia, como se gira en la vida en torno a la propia Gea, madre tierra. Y nos adoraba fría y ásperamente, en su inmemorial estilo  indio.

Además, tenía un carácter atroz y a veces atemorizaba a mi madre, quien supo una vez decirme :

—“El indio te sirve fielmente, pero siempre y cuando le obedezcas”.

Es una ley inmutable y la he comprobado muchas veces. Es la única forma de armonizar y coexistir con un indio. Pues nunca se entrega, tiene su dignidad propia, del mismo modo que expresa su lealtad.

Cualquiera fuese la edad de la persona involucrada en la familia, respetaba las indicaciones de ella y sometíase al orden que ella fijaba con absoluta convicción. Apostábase como fiero cancerbero de la casa, y controlaba las visitas a la misma. Su opinión era certera, en proyección de beneficios o perjuicios para nuestra familia, con una intuición notable. Velaba por el conjunto humano que a ella le pertenecía. O sea: Nosotros.

De igual modo tiranizaba con horarios de comida, no sujetando su violencia al incumplimiento de esta regla —en especial al almuerzo de 12.30 hs para mayores y 12 hs a menores—  ni siquiera ante mi padre que era su favorito. Sólo el Sol, sólo Inti, le marcaba la aguja del reloj (pues salía al patio y miraba hacia el cielo así estuviese nublado o lluvioso). Era imposible para todos desobedecerle.

Hacía basar el protocolo familiar apoyado en la línea ascendente de la edad y la posición central de las personas, manejando maravillosamente esta ciencia. No permitiendo que la violásemos nunca. Quizás aprendimos más de ella, a manejar estos parámetros, que de toda la familia patriarcal adonde habíamos nacido. Nos marcaba la pauta perenne del abolengo, porque ella sin duda, pertenecía a una aristocracia autóctona más antigua que la nuestra. Era una aristócrata real, con todos sus valores, dentro de una pureza firme y admirable, con su caminar solemne de cabeza siempre erguida.

Sabedora de los condicionamientos de su trabajo en el servicio doméstico, asumiendo su casi total analfabetismo, consciente siempre de su lugar dentro de nuestra casa, ella asumía sin embargo un papel autónomo de abeja reina.

Rosa, cuyo reino, palacio y trono era la cocina donde imperaba como una déspota echando su llave sin dejar entrar a nadie en su ausencia (pues incluso allí dormía) manifestábase como tal. En su ideal aristocratizante tratándonos a todos de igual a igual, porque ella era bajo su piel cobriza de india intemporal, una verdadera dama de alcurnia.

Hizo pesar siempre la importancia social de nuestro padre, en el conjunto de la familia, llamándole solemnemente “El Señor Doctor” (pues mi padre era médico). Siendo que era su favorito y que prácticamente lo había criado.

Tú, mi hermano, le seguías en su preferencia, y todos tuvimos que someternos, mansamente a tus platos favoritos (especialmente la sopa de arroz). Y otros muchos antojos culinarios tuyos, sin sernos posible protestar. Y la misma solemnidad que ella tuvo con nuestro padre, como jefe de familia, la tenía también con nuestros bisabuelos y abuelos. Cual si todos ellos, en conjunto, fuesen una sobrevivencia incaica del “Consejo de Amautas”.

Había en ella una concepción social inamovible, procedente sin duda de otras civilizaciones muy anteriores a la nuestra. Tenía esto en sus manos, y en su voz, en su alma, una tradición milenaria tan profunda, que asumía un carácter religioso. Rosa poseía esa conciencia interior que separa términos, como lo hace la Pachamama, como los distribuye esta gran Gea americana, dando y favoreciendo a sus elegidos para vivir sobre su espacio. Destacándolos sobre los otros por su elección, cual es el mito sudamericano que conforma la identidad de esta diosa.

Me solacé largas horas junto a ella oyéndola hablar de su antigua familia. De su propio abuelo a quien ella describía investido de “Curaca”, con emblema de vincha en la frente, usando larga cabellera y gobernando una región entera. En esos extensos llanos riojanos muy apartados, junto a la cordillera andina, las organizaciones nativas originales sobrevivieron larguísimo tiempo. Preservadas dentro del sistema colonial español con todo su folklore intacto, ya que eran también de mucha importancia para el sistema orgánico del Virreinato. Y estoy hoy segura de que sus infinitos relatos ancestrales, casi pictográficos y llenos de minucias, eran historias reales. Vivencias presenciales y auténticas transmitidas oralmente por una heredera de aquellos  remotos  reinos, sobrevivientes a través de ella dentro de nuestra casa,

Siempre caminaba con un aire de imperio. Cabeza erguida y cuerpo erecto. Al sentirla llegar con sus tacones retumbantes mirábamos en derredor nuestro —aún siendo ya crecidos— para controlar que no hubiese cosa alguna que la disgustase. Todo tenía que estar en el orden que ella lo había dejado. Incluso mi propio padre podía ser objeto de reprimendas y advertencias, si cambiaba algo de lugar, no previamente previsto. Velaba por nosotros de una forma muy particular y estricta, donde éramos motivo de sus cuidados y desvelos, como asimismo de su vigilancia. Nos hizo vivir sin darnos cuenta, en aquella “Curaquía” de su abuelo.

Y nos sostenía a nosotros con firmeza, a nosotros quienes éramos hispanos de raza, blancos y rubios, y por quiénes ella se jugaba por entero a extremos increíbles  ....Que..
—“Si encontraba dentro de la suya alguna gota de sangre que no fuera “india” ... ella se la arrancaba”...

¡Extraña xenofobia! …Muy distante con su actitud de gran amor, que nos manifestaba en toda su conducta. Era su ley personal, como si cumpliera un encargo de la Pachamama para reeducarnos, para complacer a su propia diosa. Era el suyo el más asombroso de los amores, expuesto en un tono proteccional, y dentro del cual nos imponía pautas rígidas que a un mismo tiempo, llevaban esa clara diferenciación racial, que ella  recalcaba.

Con su extremo orgullo y su altivez siempre manifiesta, con esa realidad de dos mundos donde asentara su existir, emocionalmente complejo, se hizo claro para mí que su amor por nosotros era el de la misma Pachamama. Un amor pleno y preevangélico, como el de todo paganismo. Abierta a los que elegía y cerrada a los que rechazaba. Nadie podía influenciar sobre sus sentimientos. Libres y autónomos. Pensados y sopesados, bajo la vigencia de una religión distinta, aunque escondida en el sincretismo católico de nuestro tiempo colonial. Esta notable dama que nos sirvió tantos años, que crió a tres generaciones de mi familia, que nos amaba con su amor indio y pagano, nos dejó un hermoso mensaje sobre la vida.

Ella amaba y cuidaba con mayor celo y preferencia a los varones, pero haciéndolo de una forma muy especial. Más que como a hijos de una casa, lo hacía como a príncipes en un trono sagrado …¡Como a jefes de un Incario! Afloraban en ella también otras peculiaridades. Nuestra Rosa, analfabeta y de alcurnia india, protegíanos con sus hechizos de una manera tal que he llegado a creer (aún del escepticismo de mi padre quien los caratulaba de ignorancia cultural) que con sus Yuyos Mágicos cosidos en el interior de nuestras almohadas, o con sus mates “cargados” de gualichos favorables y benéficos —sacados de los churquis vecinos— ella logró realmente protegernos, por arriba de las embestidas  de  la  vida.

Toda creencia tiene su proceso válido, es parte de un vivir propio y manifiesta su realidad con el tiempo. Fuimos cuidados y amados, pero al crecer tuvimos que enfrentar situaciones difíciles. Y salimos de ellas porque supimos luchar con fuerza. Rosa, estoy segura, logró darnos esa energía necesaria. Ella estuvo al comienzo y al medio de esta caminata por la vida, y siempre la sentí a mi lado. Aún cuando ya no la tenía, como una Pachamama inmortal, que me hiciera beber desde el nacimiento, del néctar indio.

En su cocina reuníase en corazón vivo, como médula espinal de la casa, como enjambre de una colmena, nuestro colorido mundo familiar. Cuyo centro giraba en su entorno y sin su presencia, nuestra historia no hubiera podido resolverse. Hubiera sido mezquina y limitada. Pobre a fuer de escasa. Esta augusta y primitiva dama india, centenaria, sobreviviente de una raza inextinguible y de una civilización arcaica, nos fue modelando en el camino del crecimiento. Era un ser distinto —diferente del resto— perteneciente a otra cultura de la cual ella no se alejaba, ni siquiera en esos largos años de convivencia con nuestra familia.

Todo lo cual nos extrañaba sobremanera. Porque nosotros los blancos nunca podremos comprender, aunque llevemos varias generaciones de convivencia sucesivas como es el caso de mi familia, aunque consideremos como propio este territorio sudamericano desde hace siglos ... Nosotros, los blancos, quienes ya no nos sentimos invasores ni usurpadores, y hemos construido cultura en él, no llegaremos nunca a colocarnos dentro de la piel de un indio. De sus mitos, sus atavismos y sus valores. De sus respetos y sacralidades propias, sobre personas humanas, como fue el caso de ella.

Esta propiedad conceptual de ellos, de estructurar hombre y dios, no es el mismo esquema de un dios humanizado. Hay una antípoda clara y profunda con el paganismo grecorromano, con nuestra cultura occidental, por ello los dioses clásicos eran temibles y los incaicos protectores. Nosotros creemos a los indios sojuzgados, vencidos, y cuando nos toca tenerlos cerca, vivir tres generaciones con ellos  —como fue mi caso— nos damos cuenta de que somos nosotros en realidad, los dominados. Los conquistados. Que ellos en verdad se han metido en nuestro mundo occidental. Y nunca nosotros en el de ellos.

Yo nunca la “tuteé”. Jamás me hubiera atrevido a hacerlo. Cada cosa que le comentaba era con sumo cuidado, eligiendo las palabras para evitar alguna reconvención suya. Ella en cambio siempre me tuteó. Opinaba sobre lo que yo debía hacer con mi vida o con mis actos, o con mi trato hacia los otros. No en la medida evangélica, sino como dije, en la medida pagana. En la medida de un concepto anterior al cristianismo. En el concepto de una sabia Pachamama que previene a los suyos de la maldad humana, o del exceso de confianza hacia terceros, propio muchas veces de la inexperiencia. La dama india con sus preavisos me daba seguridad en mí.

No indica esto que yo fuese un obediente súbdito del Incario, pues no pertenezco a esa raza, ni a su cultura. Sin embargo puedo decir hoy que es difícil que ella se equivocara. No lo creo posible. Los hechos me confirmaron en forma irrevocable sus aciertos. Para mí ella siempre fue la voz de la Pachamama, pues me iba advirtiendo todos los sucesos del devenir que me aguardaban. Y cuando ya no estuvo más con nosotros, aún sin estarlo en presencia material, 18 años después, continuaron  cumpliéndose.

Parecía comunicarse en varios planos, en forma atemporal hacia atrás o adelante, como si este espacio presente fuese transparente con otro, desde el cual, ése que nosotros no vemos con los ojos, ella lo palpara con nitidez. Y creo que aún desde allí nos contempla y se preocupa por nosotros, tal cual ella lo decidiera al ingresar en nuestra familia, para adoptarnos. Porque por sobre todas las cosas … ¡Yo necesito que así sea!

Era aquella magnitud autóctona y soberbia, hecha de penca y puna, de fuerza y tiempo, desglosada de su sobrevivencia vernácula y pagana. Bautizada y entrelazada con un sincretismo religioso que sólo ella comprendía, con su devoción a santos y vírgenes, pero a un mismo tiempo con rituales extraños y complejos, donde el Evangelio y la Pachamama convivían en una realidad cotidiana …era todo ello… lo que sin duda buscábamos nosotros a su lado, en su cocina y con sus  mates.

La conservamos hasta el final, muy por arriba de la centena. No tuvo decrepitud ni invalidez, ni decadencia final. Pues nos dejó de improviso tal como había llegado, en un momento señalado, cuando un amanecer golpeóse contra el filo de una ventana, accidente que puede acontecer a cualquier edad. Pero allí estaba Rosa, serena, cual dormida, aquella dama india centenaria, sabia y analfabeta, Quien largamente habíanos acompañado en esta ruta de la existencia, facilitándonos el camino.

Nunca fue coqueta, pero era de una limpieza extrema. No se adornaba jamás. Pero era tan blanco su lienzo, lavaba con tanto vigor su ropa remendada, que una exótica elegancia emanaba de toda ella haciéndola atractiva y  mistérica. No fue posible vestirla con riqueza. Prefería la ropa usada a cualquier regalo nuevo. Especialmente cuando recibía algo procedente de un viaje, Rosa hallaba enseguida otra  destinataria.

ooo

La tarde cuando entré en la sala donde la velábamos, yo sentí  —aún del placer de poder brindarle entre todos ese sincero recogimiento— que había un sacrilegio en la escena. Pues no pertenecía  a su raza. Que su cuerpo tendría que estar suspendido en un escenario diferente, más antiguo, más ancestral, dentro del templo indio al cual ella había pertenecido realmente. Que los sacerdotes deberían llevar sus originales vestiduras rojas y su mortaja (en cuclillas dentro de una ánfora de cerámica cobriza) debía pasar al sueño eterno, entre cánticos al  Sol  y  a  la  Luna.

Con mi rostro cubierto de lágrimas me acerqué para verla por vez última y la contemplé, con más detenimiento que nunca, ya que por primera vez no estaba ella presta a reprocharme algún desorden. Resaltaba su rostro de cobre y sus delicadas y afiladas facciones. Su nariz corta, delgada y corva, emblema de una exótica raza. Sus ojos almendrados, sus pómulos marcados pero poco pronunciados. Su mentón fino, su boca delineada y perfecta. No había en ella nada de mongoloide. Era otra raza. Pertenecía a una raza superior, bella en parámetros clásicos, muy anterior a la nuestra, que algún día fue la gloria de Sudamérica,. Todo en ella reflejaba aún allí, una estructura de tiempo que nos había acompañado, sin develar su incógnita.

Era loca y santa, según ha quedado en mi memoria. De edad imprecisable. Con su vestimenta blanca muy lavada y sin adorno. Con su pañuelo negro atado hasta la media frente, como vincha, cubriéndole todo el cabello. Siempre con la cabellera escondida como si fuese un ritual. Y debajo de esa vincha negra muy apretada destacábase un rostro inmóvil, sin arrugas, limpio, intemporal, altivo, centenario. Alta, delgada, espigada, seca, enjuta, hermosa ..... India.

Nadie madrugaba como ella ni era más higiénica. Ninguno puso a tal extremo esa abnegación, ni esa entrega, matizada de la más absoluta tiranía. Maravillosa tiranía que daba peso al alma familiar. Y hoy día que le rindo mi homenaje por la imagen de superioridad que nos brindó, no me queda más que decirle desde aquí, adonde ella se encuentre, aún bajo el nombre simbólico de Pachamama que le he buscado para este relato : Y hoy que le rindo mi homenaje a este personaje real le digo:

—“Gracias ...Gracias Rosa…  Gracias…Rosa Reinoso ...Gracias  en nombre de todos ...

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Alejandra Correas Vázquez

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