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MICA Y DIAMANTE

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MICA  Y  DIAMANTE Empty MICA Y DIAMANTE

Mensaje  Alejandra Correas Vázquez Vie Oct 09, 2015 9:25 am

MICA Y DIAMANTE
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por Alejandra Correas Vázquez
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—“¡Hola Rolo! Venía a saludarte”— le dijo ella al transponer la puerta del taller de cerámica

—“¡Hola Azucena! ...Adelante...”

Sobre las mesadas de mármol destinadas al trabajo los ceramistas iban colocando numerosas piezas, todavía calientes, provenientes de la primera hornada. El caolín jujeño y la greda roja cordobesa, combinadas o puras, no tenían aún color. Y la forma desnuda del bizcocho resaltaba las líneas esenciales impresas con el modelado.

—“¿Cómo se encuentran todos ustedes?”— preguntóles ella

—“Hace un momento estábamos preocupados, pues creíamos que algunas piezas habrían sido colocadas antes del tiempo de secado en el horno. Pero todo anduvo bien”— respondió él

—“Es toda una suerte, me da mucho gusto”

—“Ahora me encuentro tranquilo y podemos hablar... Salgamos al patio que aquí hay calor sofocante y humedad”

Un sol débil inundaba las baldosas del patio, el tiempo había homogeneizado su color. Numerosos moldes de yeso hallábanse desparramados o apilados en ese lugar, protegidos por un alero de zinc ante las eventualidades climáticas. Un gran tanque de cemento contenía arcilla.

Pero aún así, quedaba espacio para una plática de dos. Hacia el fondo de aquella casona vetusta, de barrio San Vicente, cimbaba la higuera.

—“¿Sabes Rolo?— le comentó ella — Hace unos días caminé por las orillas del Río San Antonio, pero me mantuve alejada de aquella casa”

—“¿Por qué fuiste hacia allá?”

—“Porque en su naturaleza encuentro algo prodigioso”

—“¿Tanto así?”

Y así era para ella... Esa aridez del suelo. El caudal temible del río en sus crecientes. El seno turbulento. La fuerza del agua que choca contra las inmensas piedras de basalto del borde, junto a la playa de arena dorada. La mansedumbre final y su transparencia cristalina ¡Todo ello tenía para Azucena en su conjunto, un poder cautivante!

Río San Antonio, piedra y arenal. Basalto y agua, a veces mortal. Ese era el paisaje indómito que ellos habían dejado atrás suyo. Poco antes de partir vieron a un turista que se arrojó entusiasmado al agua, cuando comenzó la creciente. Lo sacaron entre varios vecinos anudando unas mangueras. El turista sosteníase de un extremo pero la fuerza del agua en correntada, por momentos hacíale dar movimientos de abanico. Cuando al fin emergió lleno de magullones, le dijeron: “No es peligroso el caudal, sino las piedras”… y lo aprendió para siempre

—“La creciente del Río San Antonio comienza con una espuma de apariencias inofensivas”— comentó Rolando

—“Luego fluye en torrente”— confirmó ella

—“Cuando yo era niño, aquella serranía reseca que cruza ese río caudaloso, estaba tapizada de mica. Trozos grandes como baldosas, negras o blancas, cubrían las laderas y al caminar a la siesta bajo resolana, relucían como millares de espejos arrojados del cielo”— recordó Rolando

—“Hoy no quedan ya... Sólo algún polvo de mica como recuerdo”— comentó triste Azucena

—“¡El hombre tiene cualidades cleptómanas con la naturaleza! …¡Aquel fue mi primer Diamante!... Era una visión deslumbradora”— expuso el muchacho con entusiasmo

—“Un tesoro de mica robado, como tantos”

—“Sin duda. Pero aún está vivo en mi retina aquel esplendor espejado... Y luego desposeído por la mano del hombre. Porque mutuamente, hombre y naturaleza no se respetan. También debe ser propio de aquella zona donde ambos luchan tratando de imponerse. En aquel tiempo de mi infancia yo iba allí de veraneo... luego me fascinó la idea de permanecer todo el año, uniéndome con Alicia”— recordó Rolo

—“Fue parte de tu elección y fascinación por ella”

—“Lo fue ...ambos amores se fundieron dentro mío... Pues poseen una aridez hasta humana, dueña de un sortilegio particular que nos hace retornar siempre. El río se encajona aguas arriba y alcanza muchos metros de profundidad. Luego avanza arrastrándolo todo: Cercos. Carpas. Juguetes. Sombrillas. Mesas ...e incluso... Autos. Todo lo que hizo el hombre con sus manos. Es un abismo”

—“También con el mismo vigor y rigor trata a sus visitantes... No me fue grato el regreso”— comentó Azucena

—“¿Ibas sola?”

—“No, no iba sola. Me acompañó un amigo”

—“Pude comprenderlo cuando te vi entrar. Los caminos siguen abiertos, pero el mío te está vedado desde tu interior, y ya no quiero ofrecértelo más como esperanza …Nosotros dos nos hemos alejado demasiado ¿Verdad Azucena?”

—“¿Lo crees?”

—“¿Estoy en lo cierto?”

En ese momento llegó desde el interior otro de los ceramistas, que comenzó a seleccionar la moldería. Rolando acudió en su ayuda al observar que algunas piezas de yeso tambaleaban y podrían caerse de sus pilas. Azucena quiso también colaborar.

—“Has visto el cielo, Rolo?”— le dijo ella cuando terminaron esta tarea

—“Tiene un hermoso color”

—“Está abierto y me aguarda. Siento encanto al salir hacia el día y la luz, en nuestra ciudad todavía invernal e iluminada por este tibio sol de agosto”

—“El sol de los barriletes”

Ambos jóvenes quedaron en silencio por un largo tiempo. La ciudad de Córdoba lucía feliz en aquella mediamañana, a pesar de la violencia dolorosa que sacudía sus calles.

En el centro citadino La Cañada sigue su curso y los caminantes se dirigen hacia ella, asomados a su borde de pirca con piedras blancas. Y siempre le preguntan, pues tienen incógnitas sobre su devenir, dentro de tanto conflicto. Pero el canto del agua en forma de hilo cristalino, que corre por su fondo, no les responde con palabras. Su murmullo es el mismo de siempre, pero en su superficie flota la esperanza… Pensando en ella, Azucena dice:

—“La Cañada no tiene aguas portentosas, sólo una hebra brillante y solitaria de agua, que crece con las lluvias hasta el borde de piedras. Pero me asomo a ella y allí veo flotar mi esperanza. La saludo desde la otra orilla, respiro el aroma a ramas de las “Tipas”... y luego regreso hasta mi casa... Sola”

—“¿Ya te vas?”

—“Siempre me voy, Rolando... aunque venga a buscarte en forma repetida. ¡Pues yo soy como La Cañada! Un largo camino serpentino atravesando a Córdoba”

—“¿Otra vez partes?”— insistió él

—“Voy hasta La Cañada donde las “tipas” frondosas de sus bordes me saludan siempre. Las piedras lucen para mí sus formas de años, y muy a la distancia las serranías me divisan sola... Sí, sola”

—“Siempre sola, caminando ...para evadirte. Te vi hace un momento ayudarnos con entusiasmo. Deseabas hacerlo por nosotros, por gusto propio... ¿O por fuga? ...para no responderme”— preguntóle el muchacho

Nuevamente se produjo entre ambos un silencio, algo espeso, pero más corto. El patio bañado de sol daba contenido a sus figuras juveniles. Desde interior algunos cánticos de tonadas folclóricas, llegaban hasta ellos. Esa serenidad y aquellas notas musicales, hicieron que Azucena quisiera expresarse y abriera su interior, siempre tan oculto.

—“Pero... ¿Puedes escucharme? Frente a ti, Rolando, me hallé como prisionera de un imán, cuando nos conocimos”

—“Quería escuchártelo decir, pues lo suponía”

—“Pero venías en pos de Alicia y no de mí”

—“¿Fallé en mi elección? Es el corazón que manda”— aclaró él

—“Sin embargo con tu llegada, aquel círculo de familia tan hermético, cobró una nueva vida y se decoró con tus niños. Eso me bastó. Yo deseaba que permanecieras allí, junto a ella, junto a Alicia ¡Pero que permanecieras! Que no te marcharas nunca”

—“¿Eras auténtica en aquel momento? ¿O yo fui una novedad, una variación, ante la monotonía?”

La pregunta de Rolando no fue respondida. Ella recordaba que había buscado en los valles y en las quebradas de aquellas serranías, que la vieron recorrer alegre en otro tiempo... Y sólo encontró un paisaje moribundo detrás de su partida. Pero no se lo dijo.

Rolando contempló a Azucena en forma de intriga, como si el escenario que los rodeaba con cerámicas y moldería, se hubiese anulado. Ella era así. Un rostro nuevo. Un color nuevo. Fresco. Un pétalo que amanecía teñido de violeta para cambiar de color en dirección al mediodía. Azucena. Móvil. Cambiante. Fluctuante. Inestable... siempre.

—“Pero nunca te quedas”— presionó Rolo

—“¿Es necesario?”

—“Tampoco hablas de amor, nunca”

—“¿Hace falta?”

—“¡Qué difícil es para mí el Diamante!”

—“No lo conozco ¿Cómo es?”— inquirióle ella

—“No es definible con palabras”— respondióle él

El Diamante. Colores hermosos y variados, rebosantes de facetas novedosas. Porque no es el amor, es una experiencia distinta. Al verlo en su dimensión y en su dinamismo, vuelve el mundo sonoro y ambiental hacia las personas. Posee su propia prisa, todo lo estático se transmuta. El amor sigue donde está. El Diamante es diferente. Es más complejo de lo imaginado, cuando se lo ha tomado de un extremo.

—“Me pregunto ¿Será tan difícil como bello? ¿Y su belleza será tan intensa que habremos olvidado los esfuerzos que nos llevaron hacia él?”— dijo Rolando en voz alta como pensando para sí, pero deseando que ella lo escuchara

Bajo la atmósfera que los envolvía en el taller de cerámica, la voz de Azucena iba desvaneciéndose para retornar por su huella. Estaban en ese momento en un camino común, de dos, que duraba un instante. Muy poco después ella cruzaría la otra calle en dirección al centro de la ciudad. Como otras veces. Como lo hizo desde el primer día en que arribó a buscarlo, que partió detrás de él... pero sin detenerse nunca.

¿Dónde estaba? ¿Y dónde pues de verdad, hallábanse ambos? Unidos siempre en un vínculo no especificado, sobre un desfiladero angosto y largo donde el horizonte se extiende, hacia la sierra virgen, bella y portentosa.

Allá Alicia: lo inmutable ... Aquí Azucena: lo inestable.

—“Rolando cuando nos conocimos tu mirada penetraba en mí, pero yo me resistí a adherirla con un llamado afirmativo”— explicóse ella

—“Lo advertí… Pero yo iba en busca de Alicia”

—“Te sonreí con agrado, pero salté luego hacia un atajo. Retuve mi perla en la mano sin brindarla, pues deseaba que nunca partieras de allá”

—“Yo nunca te he rechazado, Azucena …Mas aún, creo que te estoy aguardando, quizás desde el comienzo”— expresó el muchacho con sinceridad

Ella miró hacia las mesas con cerámicas y acercándose, fue rodeando ese espacio como si estudiara cada una de las piezas. Las tocaba con cuidado una a una, y luego volvióse lentamente hacia él, para decirle:

—“Te has sugestionado con mis palabras”

—“No. Este debe ser mi descubrimiento más reciente. No lo había comprendido bien hasta ahora. Hasta este día”

—“No es nueva mi presencia a tu lado, Rolo”

—“No, pero es distinta, Azucena... Las veces que te tuve en mis brazos desde tu llegada, me extrañó cierta ternura”

—“¿Porqué? Los dos la esperábamos ...Yo al menos”

—“Porque no es común, al menos para mí, cuando no hay una propuesta de continuidad. Una media palabra de amor siquiera... que yo creo necesaria”

—“Has tenido demasiado de ello, desde que te apartaste de Alicia, y yo misma lo he advertido en mis visitas aquí, a este taller con todas tus cerámicas y tus amigas ceramistas”

—“Es cierto. Pero no era mi interés propio, salieron al cruce como siempre sucede. Mi vida estuvo envuelta todo este tiempo en demasiadas emociones táctiles”— reconoció él

—“¡Es la eterna nebulosa que nubla los sentimientos!”

—“Sin embargo un momento de alegría tuyo, me ha sido siempre bello. Si. Me intereso por tu vida Azucena ¡Y no es solamente por la similitud de dos almas en exilio!”

—“Sin duda, casi inadvertidamente, nos hemos asomado buscando un límite común, compartible entre ambos, tanto como antes buscábamos el nuestro propio”— razonó Azucena

—“Si así fuera... Todavía no lo hemos alcanzado plenamente, porque el Diamante aún está lejos de nosotros”

El silencio envolvió a ambos jóvenes luego de estas palabras, mientras del interior del taller llegaba como sordina, la actividad de los ceramistas. Estaban los dos envueltos en una bruma de ansiedad, jóvenes y solitarios, esperando algo de ellos mismos. Algo para brindarse y recibir, distinto a las emociones que ya se habían brindado. Algo que poseían en su ser y que sin embargo retuvieron siempre, como si les fuesen a arrebatar una joya incalculable de su arca.

—“Cuando arribé hace un tiempo, luego de enviarte una carta como anuncio previo, yo regresaba sola, lentamente, hacia el encuentro de un objeto perdido”— fue recordando Azucena

—“¿Y cuál era ese objeto pedido?”

—“Era mi antigua vida citadina. Partí hacia la sierra siendo casi una niña. Volvía ahora, siendo una mujer”

—“Pues viste que la ciudad de tu infancia estaba ya muy cambiada”— opinó él

—“Completamente, era distinta a todos mis recuerdos plácidos y provincianos. Me encontré con una ciudad politizada. Pero seguía siendo mi solar natal.”

—“Quise servirte de compañía. Pero no lo admitiste”

—“Querías guiarme. Yo me quería guiar sola”

—“¿Siempre sola, Azucena? ...Autónoma... sin preguntar nada”

—“Esa noche primera, una legión de luces nocturnas salió a mi paso junto al límite entre el día y la noche... ¡Pero eran fuegos de violencia que incendiaban mi solar natal!”

—“Cuando abrí la puerta de mi casa y te ví, creo que miré tus ojos frente a frente por primera vez. Antes tus verdes pupilas me rehuían y ahora me buscaban En ese momento comprendí que te conocía desde mucho antes de llegar yo hacia allá. Algo así, como de un pasado sin tiempo... incalculable.”— evocó Rolando

—“Es más difícil este día, Rolo. Este nuevo día ¿Verdad? Pues es mucho más difícil dar continuidad a una relación, que comenzarla... Por ello me voy”— dictaminó la joven de improviso y con rapidez

—“¿Adónde vas? Así de repente... Es como si te asomaras de continuo a multitud de ventanas. Podríamos habernos acompañado un tiempo, aunque fuese pequeño, un espacio de tiempo breve pero bueno… ¡Si te hubieras detenido!”

—“No tengo por qué detenerme”— aseguró Azucena

—“Nadie te espera ¡Nadie te ha aguardado hasta ahora!”— insistió el muchacho

—“Es cierto”— reconoció ella —“No sabía mientras caminaba y buscaba un ómnibus, por qué me dirigía hacia aquí tan lejos del centro donde yo vivo. Así pude llegar hasta el barrio San Vicente, donde se halla tu taller cerámico”

—“¡Por mí! ...eso he creído yo”

—“¡O por mí simplemente! Deseaba sentarme en algún lado. Recién ahora comprendo que he llegado a un lado especial... el que yo buscaba sin hallarlo... ¡Quizás fuera el Diamante!”

—“Pero no lo es. Aún no”— aseguróle Rolo

—“Pero algo especial es para mí. Llevo años oyendo mi propio monólogo. Sola. Me he acercado aquí esta mañana para sumar otra voz a la mía, formando un diálogo. Sí, Rolando, vine buscando comunicación”

Azucena dirigióse en aquel momento hacia una ventana del patio, que daba al interior del taller. Pudo ver tras el vidrio una gran mesada de mármol donde se hallaban algunos bizcochos cerámicos, aún no esmaltados y en reposo, enfriándose luego de la horneada reciente. Dijo entonces:

—“Veo estas piezas blancas que se comunican, diciendo ...¿Qué barnices tendremos?.. Y el pincel les contesta: elegimos el rojo, el que tiene la llama, la anhelada. Después vendrán los otros, pero viviremos nuestro día. El primero”

—“¿Siempre el primer día, Azucena?”

—“Sí… Lo tomamos entre los dedos, es la semilla”

—“La arcilla es maleable— expresó Rolando —responde a nuestros deseos y luego los esmaltes cerámicos la vuelven roja, verde, azul, amarilla, violeta, naranja, blanca, negra... ¡Puñado de tierra fértil!”

—“Ese es el lujo del ceramista. Crear siempre con elementos de la naturaleza. Si embargo falta la libertad”— observó ella

—“Mi libertad, Azucena, es modelar y esmaltar, formar con la materia cerámica, dar vida nueva al barro inerte. Los ceramistas construimos con él una vida distinta. Quizás sea la nuestra propia impresa en el caolín y la greda... El Diamante.”

—“Maleable. Mutable. Se me parece entonces ¿Verdad Rolo?”

—“Sí. Mutante siempre para huir de ti misma”

—“Es posible. Pero no, Rolo… ¡No seas demasiado cruel!”

—“Nunca lo he sido, sólo realista”

—“Puedo entrever algo distinto, para mí misma, como comprender por ejemplo que tengo las manos dormidas. En cambio aquí todo luce diferente. Alguien ha construido este patio, estas habitaciones, también las mesas de mármol... Y en ellas ustedes transforman la arcilla”

—“Es verdad”

—“¿Es consciente todo esto?”

—“Sí, Azucena. Para ello nos hemos reunido en esta casona de barrio San Vicente donde antes existían quintas de frutales y las viejas familias veraneaban. Según has visto, hay varios los talleres cerámicos por la zona, pues estas grandes casas lo permiten. Cuando atravieso la ciudad de un costado al otro, desde el Cerro de las Rosas, creo que he cambiado de atmósfera como de vida. No sé si me hallo en el pasado o en el presente... Porque la cerámica es mi presente, y San Vicente es el pasado casi legendario de la Vieja Córdoba”

—“Sí, aquí construyes. Alguien o muchos, construyeron cuánto aquí existe”

Rolando la miró de frente. Estaba cambiada. Pero en sus recuerdos creía verla aún recortada sobre el paisaje de la sierra, donde la conociera. En aquellos días un rayo había partido en dos el tronco de un sauce, y ellos contemplaban las raíces abiertas junto a un montón de madera esparcida. La mula de un serrano se detuvo al lado de ellos, recogiendo aquella carga preciosa para su invierno, y continuó su marcha. El Río San Antonio lucía cristalino y manso, sin creciente. En sus orillas numerosas piedras de cuarzo y basalto, blancas y negras, parecieron convertirse para él, recién llegado, en caras humanas claras y morenas. ...De pronto él volvió al momento, a la escena real, contemplándose y contemplándola.

—“¿Quieres entrar en este mundo de formas y colores, de mi mano?”— preguntóle él

—“Es mi preferida”

—“¿Desde siempre?”

—“De tu mano me interné por mundos pasionales y me complace sentirme guiada por ella ¿Lo has olvidado ya?”

—“Esta es una pasión muy distinta, Azucena ...Es el arte... Pues dice la máxima latina: Ars Longa Vita Brevis”— explicóle con vehemencia Rolando

—“¿Cómo realizan esta labor?”— insistió ella

—“¿Quieres realmente penetrar conmigo en el mundo de forma y color? ¿Es ello cierto esta vez?”

—“De tu mano como antes”

—“Son necesarias continuidad y constancia ¿Te arriesgas a ello, Azucena?”— insistió él

—“Lo crees imposible para mí?”

—“Me has ofrecido siempre, desde el principio, la entrega y la inconstancia. Por ello es mi duda”

Azucena alzó su mirada clara, verde miel y translúcida, hacia el rostro incrédulo de Rolando. Su cabellera larga de un castaño tenue y rojizo, propio de los soles serranos, contrastaba con las baldosas antiguas y desteñidas de aquel patio. Eran muy blancas sus manos, que habían perdido con la vida citadina el bronceado de la serranía, pero más blanco aún era el caolín húmedo dentro de las bateas. Como más roja que su melena, era la greda de los ceramistas.

—“Sí Rolo, créeme. Yo caminé por cientos de calles, desde mi llegada aquí. Solitaria y sin constancia. Quise ofrecer algo de mí, pero me mantuve infértil y siempre móvil. Todos caminaban como yo, se alimentaban y vestían. Pero no había comprendido que el mundo también se construye... Y ahora esta visión me surge de repente”

—“¿Como un grito en el vacío!”— exclamó él dudoso

—“Al contrario. Quiero llenar mi ánfora vacía”

—“¿Cuánto durará esta vez, Azucena?”— preguntó Rolando deseoso de saberlo

—“El necesario. Hay en mí mucho espacio para utilizar”

—“¿Será posible esta vez?”

—“Lo pondré todo sin retener mi perla escondida”

—“Tengo intriga por verlo”— aseguró el muchacho

—“Quiero modelar y barnizar. Penetrar en las posibilidades del cromo, el minio, del hierro, el manganeso, el cobalto...”

—“Todos los óxidos y carbonatos de la cerámica te aguardan... al menos... ¡Ahora alguien te aguarda!”

—“¡Quizás mi búsqueda sea el Diamante! Pero no. No basta”

Ambos se miraron, quizás por mutua sorpresa. El hacia ella. Y ella como descubriéndose a sí misma. Las baldosas del patio estaban radiantes de sol, pero aquél no era el sol de la serranía y por eso no emitía aroma a peperina. Pero era sol igualmente, con una luz potente que parecía adentrarse en ellos.

—“No. Es más largo el camino— dijo Rolando —Llevo recorriéndolo largo tiempo. Sin embargo, Azucena, creo que uno de los dos lo hallará. Tomará entre sus manos el Diamante, tallará con primor cada una de sus facetas y podrá regresar con él en sus manos, a contemplar lleno de hechizo, pero dueño ya de sí mismo, al bello Río San Antonio”

—“Tenue. Claro. Cristalino. Calmado. Cambiante. Crecido. Turbulento. Arrasante. Peligroso... ¡Vivo como el Diamante!”

—“¡Y siempre mágico!”— concluyó él

Rolando del Pino. Treinta años. Vibrante. Vivaz y vital. Pero sujeto entre dos amores. Uno estático y otro dinámico:

Alicia, aquélla a la que él realmente amaba. Azucena, que lo amaba a él. Una que lo aguardaba a la distancia y no se entregaba. Otra que se entregaba, pero no permanecía nunca a su lado ¡Solamente por instantes!

Alicia, la lejana, pero a cuyo lado estaba él seguro de volver, cuando ambos comprendieran sus circunstancias. Azucena, que era ahora su presente activo, pero fugaz y pasajero y que sin embargo lo acompañaba en sus angustias, las cuales en ambos eran semejantes.

Solo, en definitiva. Pero él estaba seguro de sí mismo, allí, como artista y ceramista, construyendo su vida propia dentro de una ciudad de Córdoba que se autodestruía, en aquella caótica década del 70.

Y se alejaron ambos amigos y amantes de aquel patio, hacia el interior del taller, confundiéndose con los demás ceramistas. Era la mitad de la mañana. Faltaban pocas horas para el mediodía.

Pudieron ellos ver desde adentro, ya sentados junto a las mesadas de mármol donde se amasaba la arcilla, mezclando el caolín con la greda, cómo todo detrás de la ventana abierta al patio, brillaba más tarde con una claridad de luz y de siesta.

Azucena percibió el hechizo de las manos en aquellos ceramistas, igual al misterio de sus mirabas absortas en el modelado. Y advirtió entonces que aquello era como un juego encantador, constructivo, que la vida habíale obsequiado en mitad del camino, para guiarla hacia una nueva ruta cordobesa. Un mundo perviviente, a pesar de las duras batallas callejeras de aquellos tiempos.

Ignoraba cómo se detuvo. Ignoraba cómo y cuándo comprendió que la fragancia terrosa de la arcilla, del caolín y la greda, la acompañaban desde lejos, desde su vida en la sierra, desde la naturaleza virgen donde volvióse mujer. Y eran parte y realidad de una multitud de imágenes que ella venía recreando desde el pasado. Porque la arcilla, los óxidos y los carbonatos, eran parte de la sierra. Pero de una sierra distinta, ahora reelaborada por ella.

Afuera del taller de cerámica, detrás de la puerta labrada y antigua que refugiaba a los ceramistas, frente a una calle adoquinada, dominaba la subversión y la represión. Se cubría de fuegos tétricos el escenario de Córdoba... La Docta, la lacerada.

Dramas. Disturbios. Muerte. Violencias y víctimas. Asaltos y asesinatos. Un submundo quería transmutar a un viejo mundo, sin talento —en forma desmedida— y para lograrlo convocaba a la tragedia para sí y para todos. No tenían genialidad ni los subversivos ni los represivos.

Pero había sí, mucho dolor. Mucha pérdida para todos y mucho desgaste para Córdoba, una ciudad universitaria, mediterránea, alejada de puertos y fronteras. Aislada del mundo en el Cono Sur sudamericano donde todo fuera durante cuatro siglos, casi un milagro. Obra del esfuerzo tenaz de los cordobeses en un medio difícil, desde el comienzo, cuando su fundación en 1573 donde antes nada existía, sobre un sitio primitivo y salvaje.

¡Cuatro siglos de trabajo! ¡Perdida y desgaste inútil!

Jóvenes imberbes, niños casi, se sentían héroes y eran asesinos. Represores maduros actuaban como salvadores de una sociedad desconcertada, y cometían crímenes. Pero los ceramistas estaban allí, en aquella mañana de agosto, modelando y coloreando, construyendo para la mañana siguiente, cuando todo este infierno dantesco fuese pasto de olvido ...

Alguno... Uno al menos entre ellos, hallaría y tallaría el Diamante.


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Alejandra Correas Vázquez

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