DIÁLOGOS EN UN DÍA DE NIEBLA
DIÁLOGOS EN UN DÍA DE NIEBLA
DIÁLOGOS EN UN DÍA DE NIEBLA....un Fresco a finales de la década del 70 en Córdoba. Argentinas
por Alejandra Correas Vázquez
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Los vidrios manteníanse sin luz. La desnudez de los plátanos con sus gruesos troncos producían movimientos en el ramaje, estremeciendo las verjas coloniales del Paseo Sobremonte. Más lejos, algunos vehículos encendían sus faroles al pasar por las esquinas, a pesar de la hora diurna.
La Niebla envolvía todo: Edificios. Casonas. Calles. Fuente. Palacio de Justicia. Palacio Municipal. Y la blanca Cañada añorante de su antiguo Calicanto, más rústico y más romántico, emitía su seco lamento aguardando las próximas lluvias primaverales de septiembre.
Desde un ventanal próximo, un niño arropado, febril y con gripe, sentíase satisfecho de estar enfermo en su casa y lejos de la escuela. La fiebre alteraba la visión de sus ojillos teñidos de rojo, haciéndole creer que esa forma transparente y blanquecina, zigzagueante frente a su ventana, fuera producto del delirio griposo.
Pero aquella ánima flotante entre la Niebla y escondida en ella, viajaba en forma aérea intentando vanamente traspasar sin cuerpo ni forma, los vidrios bien cerrados por el frío, de todas aquellas ventanas. Posábase angustiada en una de ellas reconociendo los rostros de su esposa y su sobrina... pero sin lograr escuchar sus diálogos... Su esposa, la sobrina y sus dos niños hallábanse sentados formando la habitual rueda familiar en el comedor, degustando el almuerzo.
—“¿Sabes como nos conocimos? En un núcleo de estudiantes”— fue contándole la tía a la jovencita —“Entre el bullicio ilusorio de la juventud. El horizonte se desmenuzaba en todos sus colores, como los trajes que lucíamos sobre el cuerpo. Los muchachos habían dejado crecer sus barbas y nosotras mostrábamos las primeras minifaldas. La Avenida Valparaíso de la ciudad universitaria estaba cubierta de guirnaldas. Era la “Fiesta del Estudiante”, inicio de primavera, 21 de septiembre”.
—“Una fecha que todos los estudiantes festejamos año a año”— confirmó la sobrina
—“Sí, pero aquélla era distinta ... Nosotros festejábamos el “Cordobazo” reciente.”
—“Cómo... ¿Festejaban la Córdoba incendiada, quemada, arrasada, destruida? ¿Tanto odiaban a Córdoba? Era 1969, un año antes de conocerte”— saltó la sobrina
—“No lo vinos de esa manera, lo admito”.
—“Ninguno de ustedes pensó en la Avenida Colón toda arrasada, donde yo vivía en casa de mis abuelos, llorando con ellos a “moco tendido” mirando tras las persianas cerradas, que eran atacadas a piedras y barretas”.
—“Acusación de real, que admito. Pero como te dije... nosotros lo vimos de manera distinta”— aseguró la tía
—“Pues sigol: Autos quemados. Negocios destruidos. Kioskos incendiados. La Confitería Oriental frente a Plaza Colón, arrasada. Los juegos infantiles donde yo jugaba en esa misma plaza, todos destruidos. El auto de mi padre con el cual visitaba a sus enfermos, como médico, convertido en ceniza. Un vehículo que ya le sería difícil recuperar, pues éramos de una clase media, con un salario ajustado”— acotó casi llorosa la niña
—“Lo vimos como un sacrificio necesario”— expresó la tía
—“¿Por qué? ¿Qué daño habíamos hecho nosotros, los habitantes, la población civil de Córdoba, de clase media? Bienes perdidos. Salario de mucha gente convertido en ruina. Automóviles comprados con ahorros y que ya sería difícil recuperar, llorando ese esfuerzo vano”— continuó la sobrina
—“La juventud como el amor, enceguece, niña mía”— defendióse la tía
—“¡Esa juventud! ...No la mía... que halló todo destruido y debe reconstruir”.
—“Sí, niña, lo reconozco. Fuimos inquietos, en demasía”.
—“No pensaron en nosotros que vendríamos después”.
—“Sí lo pensamos, de otro modo, queríamos entregarles otro mundo. Un mundo nuevo que pensábamos crear”.
—“¿Con qué derecho determinaban por nosotros sin darnos la posibilidad de elección?”— expresó con enojo la sobrina
—“Esa alternativa no la pensamos. La admito”.
—“Determinaban nuestro futuro con los deseos de ustedes. Nos colocaban cadenas de antemano”— objetó la sobrina
—“¿Lo ves de esa manera?”
—“Sí. Seguro”.
—“Reclamábamos: Libertad”— aseguró la tía
—“La “libertad” que ustedes reclamaban, en esa juventud del 70, era ya el control de nuestros destinos. Nos imponían como regla fija ese mundo que ustedes deseaban diagramar. Un mundo nuevo determinado, que iría en el futuro a transformarse en nuestra cadena”.
—“Es tu forma de ver las cosas niña, pero no estabas allí, yo en cambio, sí”.
—“Candado firme, imperioso, intolerante como todas las consignas religiosas, como todas las ideas guerrilleras ¡Pero nada nos preguntaron! No fuimos consultados y éramos ya los herederos forzosos"— insistió con fuerza la sobrina
—“Pero éramos románticos al comienzo, aunque no previéramos este planteo posterior. El de ustedes... Hoy”— argumentó la tía como abogada defensora
—“¿Es posible otro? También reclamamos nuestros derechos. Queremos elegir y no que elijan por nosotros”.
—“Tu juventud en esta nueva década, es en exceso libre, autónoma ¿Cuánto de esta autonomía de que gozan, se la deben a aquéllos jóvenes que pusieron toda la sociedad en duda?”—expuso con vehemencia la tía
—“Tengo que pensarlo, esa idea me es nueva”.
—“Porque no es tan simple juzgar para atrás. Nosotros debimos romper una cáscara muy dura, que no dejaba expresarse a la juventud. Cada familia nos imponía un cerrojo durísimo, y no teniendo alternativa lo hicimos en forma drástica. Cortamos un nudo gordiano, por el que ustedes ahora pasan libremente”.
—“A veces tía, me dejas muda”.
—“Porque todo el mundo, la gente, las familias, una generación u otra... tiene su parte de razón”.
Los dos gurises sentados a la mesa para el almuerzo, jugaban entrechocando las cucharas en medio de las risas, desconociendo su actual papel de huérfanos. Con un padre muy joven y muerto en un enfrentamiento. Quizás, en gran medida, porque siempre lo habían sido.
La madre dio cuerda a su reloj cual midiendo el tiempo, y continuó hablando, como si no se dirigiera a nadie. Tal vez, es posible, hablaba para una presencia volante y blanquecina, muy transparente como toda “ánima en pena”, que recorría esos lugares de la casa, que fueran en otro tiempo sus sitios propios y conocidos.
Allí estaban reunidas todas las personas que el guerrillero muerto amara y olvidara, durante el fragor de su contienda ideológica. Aquéllas para quienes quiso un mundo nuevo, a su gusto, elaborado a su propia medida, sin preguntarles sus deseos... Y por quiénes inmoló su vida. Su juventud. Por quiénes fustigó una sociedad y una ciudad. Aquéllos que amó y sacrificó en aras de sus ideas: sus hijos ahora huérfanos en forma definitiva. Su sobrina y su esposa, entablándole un Juicio de Familia.
La madre de sus niños —quienes no lo conocerían nunca— estaba allí, con sus gurises. Aquella jovencita universitaria llegada desde Jujuy para estudiar en la Universida de Córdoba arquitectura, y que él supo conocer en un Día del Estudiante, entre guirnaldas y colores. Había pasado una década, pero aún la dama jujeña era joven y hermosa. El comedor había desaparecido para la esposa, como esfumado por los recuerdos, y quizás también para su sobrina. Pero la niña era su único publico, y ella continuó hablando sin prisa en su evocación:
—“Era aquel festejo del Cordobazo, una época trágica y romántica. Fue el marco inicial de nuestra pareja...”
—“Un marco muy especial, por cierto”— comentó irónica la sobrina
—“No fue tan fácil para nosotros como lo crees, muchos estudiantes quedaron encarcelados, al lado de matones y delincuentes comunes que aprovecharon el batifondo, para lucros propios”.
—“No podían protestar, les dieron derecho al robo, ya que los estudiantes destruían en lugar de construir”— díjole la sobrina
—“Sin embargo, sobre ese nacimiento del amor, sobrevolaba ya la Niebla”.
—“Yo siendo pequeña, sentía los nubarrones que proyectábanse sobre nuestra familia”.
—“Luego, a partir de allí, he vivido durante años con la visión apagada. Me fue imposible entrever y dominar las circunstancias de mi vida, a partir de ese momento. Yo que fuera una hija rebelde y decidida, que partí desde el norte a estudiar en Córdoba, aunque protestase mi familia... había perdido la capacidad de decisión”— confióle la tía
—“¿De qué forma?”— preguntó intrigada la sobrina
—“Los factores que nos rodearon poseían un poder mucho más intenso que el nuestro, y fuimos juguetes de sus designios. Era una llama arrollante que nos controlaba y había que tomar decisiones rápidas. Cuando los rayos de luz danzaron en mi contorno, yo bajé los párpados. Era imperioso que uno de los dos sobreviviera, pues habían nacido dos niños. Fue nuestro último diálogo”.
—“¿Y los primeros?”
—“Surgieron de su boca. Igual a un torrente. Sólo había que responder. Los demás sonreíanle. Yo me puse a su lado”
—“Sugestión y captación, algo propio de insatisfechos”— expresó con fuerza crítica la sobrina
—“Era algo más. El brillaba en el centro de toda esa juventud, sin dañarla. Ofrecía lo único que poseyera realmente, lo que la naturaleza le había dado: Su gracia. Su brillo. Su encanto. Su magnetismo. Su fe.”
—“Sin duda, muchos hubieran deseado igualarlo. Creo que fueron más felices”— opinó la niña
—“También yo lo creo. El podrá ser juzgado con dolor ¡Y por tanto dolor! Pero nunca podrá dejar de ser amado, con la misma pasión que él nos brindara ¿No fue suficiente grandeza inmolarnos su vida?”
—“¡No se la pedimos!”
—“Dura, como toda Fiscal”
—“No siempre soy dura, no como persona. El era para mí un tío cariñoso, pero violento. Provocaba en familia grandes discusiones que me atemorizaban, escondiéndome bajo las sillas. Sin embargo, yo lo quise muchísimo, pero mi risa infantil no pudo ayudarlo”.
—“Como defensora, confirmo que él defendiendo su autonomía, no recibía sugerencias, y encerrábase en su interior con sus ideas”— confidenció la tía
—“Mi padre deseó brindarle su mano fraterna de hermano mayor, y le hizo daño. O se dañaron los dos. Cuando él mantenía altercados por sus ideas, en nuestra casa, yo me escondía por miedo a las mutuas iras de los dos hermanos, en otra habitación”— recordó triste la sobrina
—“Lo comprendo. Hay experiencias que deben madurar para poder coexistir”
—“Nuestra casa era grande, sobre Avenida Colón, extensa, señorial, con tres largos patios y nos cobijaba a todos: abuelos, padres, nietos. Menos a él. No pudimos cautivarlo.”
—“El quería expandirse hacia otra forma de sociedad, por ello rechazaba su casa paterna”— admitió la esposa
—“Mi abuelo agonizaba cuando él llegó trayéndote a su lado, el primer día de esta década que ahora termina. Y el viejo alcanzó a sonreír. Todos sonreímos... Fue una esperanza corta”
—“Debieron dejarlo. Despreocuparse de él. Desligarlo de esa sobreprotección familiar, que logró solo ahogarlo. Hubiera sido mejor para todos, para él... y para mí también”— expresó la tía casi implorante
Las dos mujeres quedaron calladas, como reconociendo sus mutuas realidades. De inmediato comenzaron a levantar los platos y cubiertos de la mesa donde transcurriese el almuerzo. Los niños continuaban jugando, ajenos a todo ese escenario nostálgico, pero vigoroso, que anteponía ideas y sentimientos.
El timbre sonó y la presencia de Clara —sirvienta por horas— produjo un momentáneo mutismo. El comedor quedó vacío finalmente.
La cocina aún estaba tibia, pero un aire fino penetraba por la banderola ubicada cerca del techo, recordando que afuera reinaba la Niebla.
—“No cierres la banderola. Pronto acabarán las heladas y un nuevo sol nos bañará sin clemencia. Como los años anteriores, vamos a extrañar este frío ¿Qué será preferible?”— dijo la sobrina que aprestábase a estudiar en la cocina
—“Quisiera mucha luz para despejar esta Niebla”
—“La nueva década nos librará por completo de ella”— le aseguró la niña
—“Pero habremos dejado en ésta que finaliza nuestros mejores sueños. Al menos ello es válido para mí. Yo he enterrado en el 70 mis fantasías y mi amor”— confesó la tía
—“¿Eran tuyas realmente? Mas bien yo creo que fue él quien te convenció de sus convicciones”
—“Tengo que pensarlo, niña. Esto que dices, es una óptica que no estaba en mis recuerdos. No sólo yo, como mujer, sentí su atractivo. Su vida entera estuvo aureolada por las reverencias de amigos de un día, fascinados por su magnetismo natural, rico y casi virgen. No elaborado”
—“Sí, lo comprendo. Por la ostentación de cuántos lo aplaudían batiéndole palmas, apretando sus manos de una manera fácil ¿Es eso tía?”
—“Su entorno también tenía fallas e intenté persuadirlo. Deslumbrados todos a uno, con la lucidez que demostró desde el primer momento. Era el mejor orador en las asambleas estudiantiles. Pero aquella luz de su mente, la facilidad de su palabra, la gracia de su ingenio, fue finalmente la Niebla que acompañaría su andar errante”
—“Fue su luminosidad y su sombra. Su derrota en medio de su triunfo”— sentenció con dureza la jovencita
—“Te has acercado a la verdad, aunque me cueste aceptarlo”
—“Ganaba con palabras batallas que nadie buscaba. Y puso de esta manera la misma euforia en la guerra armada, que en la palabra, sin medir el precio de la oposición real que saldría a su encuentro”
—“Dices bien, nunca calculó el precio de la reacción. El creía como todos ellos, que la población entera del país entraría en el conflicto a favor suyo. Pero nada de esto sucedió. No fueron acompañados por la ciudadanía”— admitió la tía
—“Toda esa chispa de ingenio dentro de una comunidad juvenil sobreexcitada, sería el instrumento que le valió a mi tío conseguir una desenvoltura fácil, para caer después lentamente, en una desidia paulatina hasta el derrumbe"— la niña escuchándose a sí misma, enmudeció
—“¡Juventud! ¡Divino tesoro!... nos has dejado— exclamó la tía -¿Seguiré errante? …Sedienta de ilusión y amor…Ansiosa de un mundo poderoso. Rodaré sola, con mis manos vacías y los labios secos ¿Hasta cuándo? ¿Cuál será el regreso? Errante ... Insensible ... Sedienta de Amor ... ¡Y ya sin ilusiones!
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por Alejandra Correas Vázquez
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Los vidrios manteníanse sin luz. La desnudez de los plátanos con sus gruesos troncos producían movimientos en el ramaje, estremeciendo las verjas coloniales del Paseo Sobremonte. Más lejos, algunos vehículos encendían sus faroles al pasar por las esquinas, a pesar de la hora diurna.
La Niebla envolvía todo: Edificios. Casonas. Calles. Fuente. Palacio de Justicia. Palacio Municipal. Y la blanca Cañada añorante de su antiguo Calicanto, más rústico y más romántico, emitía su seco lamento aguardando las próximas lluvias primaverales de septiembre.
Desde un ventanal próximo, un niño arropado, febril y con gripe, sentíase satisfecho de estar enfermo en su casa y lejos de la escuela. La fiebre alteraba la visión de sus ojillos teñidos de rojo, haciéndole creer que esa forma transparente y blanquecina, zigzagueante frente a su ventana, fuera producto del delirio griposo.
Pero aquella ánima flotante entre la Niebla y escondida en ella, viajaba en forma aérea intentando vanamente traspasar sin cuerpo ni forma, los vidrios bien cerrados por el frío, de todas aquellas ventanas. Posábase angustiada en una de ellas reconociendo los rostros de su esposa y su sobrina... pero sin lograr escuchar sus diálogos... Su esposa, la sobrina y sus dos niños hallábanse sentados formando la habitual rueda familiar en el comedor, degustando el almuerzo.
—“¿Sabes como nos conocimos? En un núcleo de estudiantes”— fue contándole la tía a la jovencita —“Entre el bullicio ilusorio de la juventud. El horizonte se desmenuzaba en todos sus colores, como los trajes que lucíamos sobre el cuerpo. Los muchachos habían dejado crecer sus barbas y nosotras mostrábamos las primeras minifaldas. La Avenida Valparaíso de la ciudad universitaria estaba cubierta de guirnaldas. Era la “Fiesta del Estudiante”, inicio de primavera, 21 de septiembre”.
—“Una fecha que todos los estudiantes festejamos año a año”— confirmó la sobrina
—“Sí, pero aquélla era distinta ... Nosotros festejábamos el “Cordobazo” reciente.”
—“Cómo... ¿Festejaban la Córdoba incendiada, quemada, arrasada, destruida? ¿Tanto odiaban a Córdoba? Era 1969, un año antes de conocerte”— saltó la sobrina
—“No lo vinos de esa manera, lo admito”.
—“Ninguno de ustedes pensó en la Avenida Colón toda arrasada, donde yo vivía en casa de mis abuelos, llorando con ellos a “moco tendido” mirando tras las persianas cerradas, que eran atacadas a piedras y barretas”.
—“Acusación de real, que admito. Pero como te dije... nosotros lo vimos de manera distinta”— aseguró la tía
—“Pues sigol: Autos quemados. Negocios destruidos. Kioskos incendiados. La Confitería Oriental frente a Plaza Colón, arrasada. Los juegos infantiles donde yo jugaba en esa misma plaza, todos destruidos. El auto de mi padre con el cual visitaba a sus enfermos, como médico, convertido en ceniza. Un vehículo que ya le sería difícil recuperar, pues éramos de una clase media, con un salario ajustado”— acotó casi llorosa la niña
—“Lo vimos como un sacrificio necesario”— expresó la tía
—“¿Por qué? ¿Qué daño habíamos hecho nosotros, los habitantes, la población civil de Córdoba, de clase media? Bienes perdidos. Salario de mucha gente convertido en ruina. Automóviles comprados con ahorros y que ya sería difícil recuperar, llorando ese esfuerzo vano”— continuó la sobrina
—“La juventud como el amor, enceguece, niña mía”— defendióse la tía
—“¡Esa juventud! ...No la mía... que halló todo destruido y debe reconstruir”.
—“Sí, niña, lo reconozco. Fuimos inquietos, en demasía”.
—“No pensaron en nosotros que vendríamos después”.
—“Sí lo pensamos, de otro modo, queríamos entregarles otro mundo. Un mundo nuevo que pensábamos crear”.
—“¿Con qué derecho determinaban por nosotros sin darnos la posibilidad de elección?”— expresó con enojo la sobrina
—“Esa alternativa no la pensamos. La admito”.
—“Determinaban nuestro futuro con los deseos de ustedes. Nos colocaban cadenas de antemano”— objetó la sobrina
—“¿Lo ves de esa manera?”
—“Sí. Seguro”.
—“Reclamábamos: Libertad”— aseguró la tía
—“La “libertad” que ustedes reclamaban, en esa juventud del 70, era ya el control de nuestros destinos. Nos imponían como regla fija ese mundo que ustedes deseaban diagramar. Un mundo nuevo determinado, que iría en el futuro a transformarse en nuestra cadena”.
—“Es tu forma de ver las cosas niña, pero no estabas allí, yo en cambio, sí”.
—“Candado firme, imperioso, intolerante como todas las consignas religiosas, como todas las ideas guerrilleras ¡Pero nada nos preguntaron! No fuimos consultados y éramos ya los herederos forzosos"— insistió con fuerza la sobrina
—“Pero éramos románticos al comienzo, aunque no previéramos este planteo posterior. El de ustedes... Hoy”— argumentó la tía como abogada defensora
—“¿Es posible otro? También reclamamos nuestros derechos. Queremos elegir y no que elijan por nosotros”.
—“Tu juventud en esta nueva década, es en exceso libre, autónoma ¿Cuánto de esta autonomía de que gozan, se la deben a aquéllos jóvenes que pusieron toda la sociedad en duda?”—expuso con vehemencia la tía
—“Tengo que pensarlo, esa idea me es nueva”.
—“Porque no es tan simple juzgar para atrás. Nosotros debimos romper una cáscara muy dura, que no dejaba expresarse a la juventud. Cada familia nos imponía un cerrojo durísimo, y no teniendo alternativa lo hicimos en forma drástica. Cortamos un nudo gordiano, por el que ustedes ahora pasan libremente”.
—“A veces tía, me dejas muda”.
—“Porque todo el mundo, la gente, las familias, una generación u otra... tiene su parte de razón”.
Los dos gurises sentados a la mesa para el almuerzo, jugaban entrechocando las cucharas en medio de las risas, desconociendo su actual papel de huérfanos. Con un padre muy joven y muerto en un enfrentamiento. Quizás, en gran medida, porque siempre lo habían sido.
La madre dio cuerda a su reloj cual midiendo el tiempo, y continuó hablando, como si no se dirigiera a nadie. Tal vez, es posible, hablaba para una presencia volante y blanquecina, muy transparente como toda “ánima en pena”, que recorría esos lugares de la casa, que fueran en otro tiempo sus sitios propios y conocidos.
Allí estaban reunidas todas las personas que el guerrillero muerto amara y olvidara, durante el fragor de su contienda ideológica. Aquéllas para quienes quiso un mundo nuevo, a su gusto, elaborado a su propia medida, sin preguntarles sus deseos... Y por quiénes inmoló su vida. Su juventud. Por quiénes fustigó una sociedad y una ciudad. Aquéllos que amó y sacrificó en aras de sus ideas: sus hijos ahora huérfanos en forma definitiva. Su sobrina y su esposa, entablándole un Juicio de Familia.
La madre de sus niños —quienes no lo conocerían nunca— estaba allí, con sus gurises. Aquella jovencita universitaria llegada desde Jujuy para estudiar en la Universida de Córdoba arquitectura, y que él supo conocer en un Día del Estudiante, entre guirnaldas y colores. Había pasado una década, pero aún la dama jujeña era joven y hermosa. El comedor había desaparecido para la esposa, como esfumado por los recuerdos, y quizás también para su sobrina. Pero la niña era su único publico, y ella continuó hablando sin prisa en su evocación:
—“Era aquel festejo del Cordobazo, una época trágica y romántica. Fue el marco inicial de nuestra pareja...”
—“Un marco muy especial, por cierto”— comentó irónica la sobrina
—“No fue tan fácil para nosotros como lo crees, muchos estudiantes quedaron encarcelados, al lado de matones y delincuentes comunes que aprovecharon el batifondo, para lucros propios”.
—“No podían protestar, les dieron derecho al robo, ya que los estudiantes destruían en lugar de construir”— díjole la sobrina
—“Sin embargo, sobre ese nacimiento del amor, sobrevolaba ya la Niebla”.
—“Yo siendo pequeña, sentía los nubarrones que proyectábanse sobre nuestra familia”.
—“Luego, a partir de allí, he vivido durante años con la visión apagada. Me fue imposible entrever y dominar las circunstancias de mi vida, a partir de ese momento. Yo que fuera una hija rebelde y decidida, que partí desde el norte a estudiar en Córdoba, aunque protestase mi familia... había perdido la capacidad de decisión”— confióle la tía
—“¿De qué forma?”— preguntó intrigada la sobrina
—“Los factores que nos rodearon poseían un poder mucho más intenso que el nuestro, y fuimos juguetes de sus designios. Era una llama arrollante que nos controlaba y había que tomar decisiones rápidas. Cuando los rayos de luz danzaron en mi contorno, yo bajé los párpados. Era imperioso que uno de los dos sobreviviera, pues habían nacido dos niños. Fue nuestro último diálogo”.
—“¿Y los primeros?”
—“Surgieron de su boca. Igual a un torrente. Sólo había que responder. Los demás sonreíanle. Yo me puse a su lado”
—“Sugestión y captación, algo propio de insatisfechos”— expresó con fuerza crítica la sobrina
—“Era algo más. El brillaba en el centro de toda esa juventud, sin dañarla. Ofrecía lo único que poseyera realmente, lo que la naturaleza le había dado: Su gracia. Su brillo. Su encanto. Su magnetismo. Su fe.”
—“Sin duda, muchos hubieran deseado igualarlo. Creo que fueron más felices”— opinó la niña
—“También yo lo creo. El podrá ser juzgado con dolor ¡Y por tanto dolor! Pero nunca podrá dejar de ser amado, con la misma pasión que él nos brindara ¿No fue suficiente grandeza inmolarnos su vida?”
—“¡No se la pedimos!”
—“Dura, como toda Fiscal”
—“No siempre soy dura, no como persona. El era para mí un tío cariñoso, pero violento. Provocaba en familia grandes discusiones que me atemorizaban, escondiéndome bajo las sillas. Sin embargo, yo lo quise muchísimo, pero mi risa infantil no pudo ayudarlo”.
—“Como defensora, confirmo que él defendiendo su autonomía, no recibía sugerencias, y encerrábase en su interior con sus ideas”— confidenció la tía
—“Mi padre deseó brindarle su mano fraterna de hermano mayor, y le hizo daño. O se dañaron los dos. Cuando él mantenía altercados por sus ideas, en nuestra casa, yo me escondía por miedo a las mutuas iras de los dos hermanos, en otra habitación”— recordó triste la sobrina
—“Lo comprendo. Hay experiencias que deben madurar para poder coexistir”
—“Nuestra casa era grande, sobre Avenida Colón, extensa, señorial, con tres largos patios y nos cobijaba a todos: abuelos, padres, nietos. Menos a él. No pudimos cautivarlo.”
—“El quería expandirse hacia otra forma de sociedad, por ello rechazaba su casa paterna”— admitió la esposa
—“Mi abuelo agonizaba cuando él llegó trayéndote a su lado, el primer día de esta década que ahora termina. Y el viejo alcanzó a sonreír. Todos sonreímos... Fue una esperanza corta”
—“Debieron dejarlo. Despreocuparse de él. Desligarlo de esa sobreprotección familiar, que logró solo ahogarlo. Hubiera sido mejor para todos, para él... y para mí también”— expresó la tía casi implorante
Las dos mujeres quedaron calladas, como reconociendo sus mutuas realidades. De inmediato comenzaron a levantar los platos y cubiertos de la mesa donde transcurriese el almuerzo. Los niños continuaban jugando, ajenos a todo ese escenario nostálgico, pero vigoroso, que anteponía ideas y sentimientos.
El timbre sonó y la presencia de Clara —sirvienta por horas— produjo un momentáneo mutismo. El comedor quedó vacío finalmente.
La cocina aún estaba tibia, pero un aire fino penetraba por la banderola ubicada cerca del techo, recordando que afuera reinaba la Niebla.
—“No cierres la banderola. Pronto acabarán las heladas y un nuevo sol nos bañará sin clemencia. Como los años anteriores, vamos a extrañar este frío ¿Qué será preferible?”— dijo la sobrina que aprestábase a estudiar en la cocina
—“Quisiera mucha luz para despejar esta Niebla”
—“La nueva década nos librará por completo de ella”— le aseguró la niña
—“Pero habremos dejado en ésta que finaliza nuestros mejores sueños. Al menos ello es válido para mí. Yo he enterrado en el 70 mis fantasías y mi amor”— confesó la tía
—“¿Eran tuyas realmente? Mas bien yo creo que fue él quien te convenció de sus convicciones”
—“Tengo que pensarlo, niña. Esto que dices, es una óptica que no estaba en mis recuerdos. No sólo yo, como mujer, sentí su atractivo. Su vida entera estuvo aureolada por las reverencias de amigos de un día, fascinados por su magnetismo natural, rico y casi virgen. No elaborado”
—“Sí, lo comprendo. Por la ostentación de cuántos lo aplaudían batiéndole palmas, apretando sus manos de una manera fácil ¿Es eso tía?”
—“Su entorno también tenía fallas e intenté persuadirlo. Deslumbrados todos a uno, con la lucidez que demostró desde el primer momento. Era el mejor orador en las asambleas estudiantiles. Pero aquella luz de su mente, la facilidad de su palabra, la gracia de su ingenio, fue finalmente la Niebla que acompañaría su andar errante”
—“Fue su luminosidad y su sombra. Su derrota en medio de su triunfo”— sentenció con dureza la jovencita
—“Te has acercado a la verdad, aunque me cueste aceptarlo”
—“Ganaba con palabras batallas que nadie buscaba. Y puso de esta manera la misma euforia en la guerra armada, que en la palabra, sin medir el precio de la oposición real que saldría a su encuentro”
—“Dices bien, nunca calculó el precio de la reacción. El creía como todos ellos, que la población entera del país entraría en el conflicto a favor suyo. Pero nada de esto sucedió. No fueron acompañados por la ciudadanía”— admitió la tía
—“Toda esa chispa de ingenio dentro de una comunidad juvenil sobreexcitada, sería el instrumento que le valió a mi tío conseguir una desenvoltura fácil, para caer después lentamente, en una desidia paulatina hasta el derrumbe"— la niña escuchándose a sí misma, enmudeció
—“¡Juventud! ¡Divino tesoro!... nos has dejado— exclamó la tía -¿Seguiré errante? …Sedienta de ilusión y amor…Ansiosa de un mundo poderoso. Rodaré sola, con mis manos vacías y los labios secos ¿Hasta cuándo? ¿Cuál será el regreso? Errante ... Insensible ... Sedienta de Amor ... ¡Y ya sin ilusiones!
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Alejandra Correas Vázquez- Cantidad de envíos : 112
Fecha de inscripción : 17/10/2009
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