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EL SECRETO

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Mensaje  Alejandra Correas Vázquez Jue Mayo 24, 2012 3:14 am

EL SECRETO DE CELESTE
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por Alejandra Correas Vázquez

“Yo soy yo ... y mi circunstancia”

Ortega y Gasset


1 — OTOÑO EN LAS SIERRAS
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Acercándose ya el invierno cuando el sol invierte su recorrido, las sierras cordobesas aspiran un aire frío y penetrante, pese a la belleza dorada de los árboles otoñales. El cielo agrisado anuncia la llegada imprevista de la tarde, y la luminosidad escasa obliga al repliegue tempranero en aquellos rincones apartados. Se vuelve más corto el espacio de los días, y el vacío de las quebradas parece penetrante, una vez que los visitantes del verano han regresado a la ciudad.

Ante estas perspectivas Ramiro Reynoso, muchacho veinteañero, apresuró su viaje hacia la ciudad de Córdoba para ingresar como estudiante universitario. Y partió como todo joven de corazón despejado, con un bagaje de proyectos e ilusiones.

Su vida hasta entonces había transcurrido en esa placidez serrana del paisaje acogedor, con dimensiones boscosas o churquis espinosos, junto a vertientes cristalinas bajando desde las rocas hacia el arroyo… ora manso ora embravecido. Y él amaba esas tierras. Ramiro pertenecía a su entorno, porque el entorno a su vez le pertenecía. Allí donde el espíritu vivo de la Pachamama comunica emociones y visiones, no transferibles con palabras.

Vivía en una casa de piedra de líneas elegantes, en la bajada empinada de un monte dentro de la población donde su padre era maestro. Era aquél un especie de castillo serrano que decoraba el paisaje, y dominábalo con su vista panorámica. Su casa estaba rodeada de gigantescos plátanos, los cuales a la entrada del otoño doraban sus hojas en una gran variedad de tonos.

Ramiro amaba esos valles coloridos y estaba acostumbrado a ellos. Tal vez los amaba porque amaba su propia infancia, transcurrida allí en un ambiente protegido. Cuando el profesor Reynoso se instalara en la zona para organizar la primera escuela fiscal, llevó consigo al pequeño niño recién nacido. Fue este maestro amante del paisaje, de la educación y la pasividad, un padre instructor y un Aya, pues el niño nunca recordaría haber visto a su madre. Numerosas niñeras aldeanas pasaron por su casa, de tal modo que el pequeño transformóse en la mascota de esa solitaria población serrana. Todos querían cuidarlo.

Pero la misma circunstancia familiar tan peculiar, permitióle a Ramiro llevar una niñez cuidada al extremo, y muy descuidada al mismo tiempo. Vivir en la constante atención de personas mayores a él, y en la salvaje amalgama de juegos con esos serranitos montaraces esparcidos por los ranchos de adobe del entorno. Ellos habían sido sus compañeros de diversiones infantiles. Sus fantasiosos amiguitos de antaño.

Había crecido con ellos en una vida exuberante de emociones y creaciones. Gozó a su lado jugando en esas quebradas serranas llenas de misterio. Junto a las fuentes naturales de agua rodeadas de helechos, con las rocas incrustadas en las laderas donde todos buscaban secretos, o imaginaban mundos de inventivas inacabables. Todo ese conjunto que le era propio, y dentro del cual había crecido sin advertirlo, absorbía su imaginación.

Luego de los primeros años de residencia en el lugar, su padre logró ser ayudado en la escuela fiscal por dos maestras llegadas de la ciudad. Fueron ellas encariñadas con el niño, quienes sugirieron al profesor Reynoso internar a Ramirito en una colegio de varones ubicado en zona próxima, a fin de que cursase el secundario. Pasados esos cinco años, transcurrido en un ambiente distinto, el hijo contempló todo de otra manera.

El iba y venía desde su colegio en un viaje de 3 hs cada fin de semana y en tiempos de verano, lo que permitíale tomar una idea clara del ambiente serrano a cierta distancia. Regresaba acompañado de compañeros de estudios como visitantes.

Pero el joven ahora crecido seguía amando al pequeño serranito que asistía a la escuela de su padre. Ese niño de infancia descuidada que en el fresco de las mañanas junta peperina, o busca mica brillante en las horas de la siesta. La eclosión veraniega del turismo demandaba estos productos (pues la piedra natural del ambiente y el arena de los ríos no son útiles a la siembra o la cría) de manera tal que durante la recesión del invierno aparecía con claridad la pobreza solitaria del lugareño.

Muchas veces se han preguntado los citadinos visitantes del verano, conociendo sus difíciles perspectivas de vida, por qué esos serranos no abandonan el lugar... Simplemente, porque el puma tampoco lo abandona.

El muchacho añoraba las épocas cuando correteaba con ellos perdiéndose entre el monte de espinillos decorados con copos de oro. O chapoteando todos juntos en las aguas crecidas del arroyo... hasta que el avance de la espuma en creciente hacíalos huir ante el peligro amenazante. El veíalos aún como los recordaba a su lado.

Pero ahora era distinto. Ramiro podía mirar desde adentro y desde afuera. Lo que más le impactó en cada regreso, fue la falta de alimentos y de asistencia médica de este lugar remoto, rico en paisaje y pobre en medios. Y con ello la desnutrición existente en el rancherío olvidado. Comprendiendo entonces sus muy preocupantes circunstancias.

Aún conservaba esos bellos recuerdos compartidos junto a los serranitos, pero advirtiendo que contrastaban con su visión actual de los hechos, en realidades tan opuestas. Como dos destinos prefijados al nacer, que parecían inviolables al cumplirse el plazo de edad.

Este muchacho había vivido junto a su padre, entre los desvelos de un maestro de campo. De un profesor esmerado que buscara en las aulas de clase transmutar aquel entorno primitivo. Pero en aquellas sierras apartadas, pobladas de un rancherío lugareño esparcido en cada lomada, faltaban medios de vida. Tampoco había una farmacia, y los serranos según su tradición vernácula, acudían a las ancianas curadoras que con yuyos y rezos trataban los males.

Los inviernos eran duros y no llegaba hasta ese lugar tan distante y oculto entre quebradas, con caminos de difícil acceso, la llamada “Copa de Leche” que es el comedor escolar. Las condiciones de desnutrición aumentaban y la salud iba empeorando. Ramiro soñaba con detener estos factores adversos, o al menos frenar esa carrera humana desintegrante, que anulaba sus posibilidades y nublaba el presente.

Quería el menos liberarlos de su cargas mínimas. Proponerles un interés sobre sí mismos. Darles al menos conciencia de salud, aún más que la salud misma. Y entonces díjole a su padre:

—“¡Iré a la ciudad para ingresar en la Universidad y estudiar Medicina!”


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2 – LA CASA DE PIEDRA
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La casa de piedra solariega ornamentada de plátanos gigantes, que enmarcaban con su follaje en perfil la ladera de la sierra, manteníase erguida a pesar de su tristeza por la despedida de Ramiro.

Habíalo visto llegar de pequeño con pasos inseguros y ahora lo despedía, como a un joven rozagante y pleno. Sentíase orgullosa de él, como si ella fuese la propia madre del joven, quien no conociera a la suya. Esa casa fue su vigía desde aquel día de su llegada, en pañales, con todo el rigor y la protección que el niño necesitaba. Su construcción era alta, de dos plantas, revestida de piedra diorita serrana, con grandes ventanales y una mampara multicolor junto a una salamandra encendida con leña en los inviernos.

Era ella la única madre que conoció Ramiro y acariciaba sus paredes en despedida amorosa. Su gran sala doble dividida por un arco central, cuyo suelo estaba decorado por baldosas con diseño geométrico, era un centro de vida agradable para esos dos hombres solos y tan diferentes en edades. Teniendo solamente por compañía al choguí nocturno y a la comadreja diurna, pero sintiéndose cobijados por el esplendor selvático de una de las últimas naturalezas puras del mundo, donde la fuerza de la Pachamama subsistía aún presente.

Ramiro pudo por ello estar orgulloso por esa amplitud libre de vida, en medio de la cual le fue fácil expresar sus inquietudes e incógnitas. El tiempo al acelerar los días en medio del marzo otoñal, se había presentado como óptimo para su partida. El llevaba consigo en su traslado hacia la Universidad, una viva inquietud ante lo desconocido. Una ansiedad donde esperaba con toda la fuerza de su juventud, hallar una respuesta. Y seguía dialogando con su padre, el director escolar, como siempre lo hiciera, pues al crecer sin madre su padre ocupó ambos afectos.

Ante ello el profesor Reynoso le hablaba cariñosamente, advirtiéndole además, que la vida universitaria cordobesa no era una fiesta. Era un esfuerzo. Pero creía conocer bien a su hijo al que había empapado largamente con sus intereses, esmero puesto en su formación como padre viudo. Aunque también comprendía que Ramiro no iba a cortar de golpe frente a los libros, con todo el esplendor de esa sierra que lo acunara. Aquella dimensión natural de paisajes coloridos y aromáticos, que creábanle al joven una atmósfera peculiar de aislamiento geográfico y comunicación alternativa.

Entre la emoción de su inminente viaje, mientras su perrito “Rulo” zambullía su rizado pelamen bajo su cama, adivinando con dolor su viaje, Ramiro expresaba a su padre sus inquietudes e incógnitas. Razonaba con ese empuje arrebatador de las ideas propias, que cautivan y autofascinan siempre a los jóvenes.

Más tarde, pasado el mediodía, ellos emprendieron juntos la bajada de la pronunciada cuesta hasta la parada del ómnibus. Mientras “Rulo” sacudía su pomposa cola al advertir que el ómnibus se iba acercando lentamente hacia ellos. Los árboles centenarios, de tupido follaje parecían gemir al despedirlo, danzando entre la robustez de sus troncos, rodeados por un precioso paisaje.

Juntos bajaron de su casa de piedra, erigida sobre una calle de tierra empinada y pedregosa, donde finalizaba la avenida de plátanos. A su frente el cordón serrano dominaba el horizonte. Y allí acompañados por Rulo hicieron seña al ómnibus para que se detuviese, el cual alejaría al joven de la sierra. Esta partida de Ramiro iba a ser ahora por un tiempo mucho más largo, pues la distancia a la ciudad universitaria, era mayor que la anterior.

Padre e hijo se despidieron con la sencillez que siempre los había acompañado. Esta era la primera vez que Ramiro iba a apartarse del paisaje serrano en dirección a una ciudad.

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3 – LUCES de MERCURIO
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El rodado descendió por el camino de tierra bordeado de árboles “paraísos” con sus ramajes dorados y sus “bolitas” amarillas prontas a formar una alfombra sobre el suelo. Ramiro llevaba el espíritu henchido de emociones, mientras el ómnibus continuaba su camino de tierra, que empalmaba más adelante con la ruta provincial de asfalto, saliendo de aquella población. Iba somnoliente por el poco dormir de aquella víspera inquieta. Luego de unas horas de marcha el muchacho experimentó un brusco despertar. La provincia cordobesa cambiaba de paisaje.

Atardecía. Las sierras iban perdiendo altura. El camino era nuevo. Detrás suyo habían quedando sus valles y quebradas montaraces tachonados de churquis, y el canto lastimoso del choguí que ya no lo llamaría a medianoche en el crudo invierno. Atrás quedaban los cerros con todas sus leyendas.

Era su nueva realidad, no menos bella, pero sí más lisa. La ruta moderna. Las sierras quedaron lejos suyo. Se perdieron hacia atrás las grandes rocas, y el verde húmedo pampeano de la llanura asomó a sus ojos coloreando la vista con tonos distintos, de acuerdo a cada sembrado. Chacras. Plantas. Planicie pampeana.

Las pampas sembradas se sucedían a veces entre pequeñas lomadas. Entrada ya la noche comenzaron a divisarse las luces de Córdoba, desde el fondo de la hondonada donde esta ciudad se halla situada. Pero sus narices sintieron de pronto molestias, pues llegó al mismo tiempo un aire tibio y pesado. El “smog”. Y luego de improviso… un fogonazo hirió los ojos del joven serrano, haciendo su aparición : “¡Las luces de mercurio!”

Salieron todas ellas en forma repentina, frente la semiobscuridad del ómnibus, después de dejar a su espalda la sierra, los aromos y los plátanos. Las luces de mercurio surgieron así, casi de golpe, apareciendo cual fantômas de una ilusión extraña. Como una señal misteriosa para aquéllos que como Ramiro, no han cohabitado nunca bajo sus avenidas blancas. Esas lámparas luminosas con su mundo de vértigos y desazones, o de próximas aventuras, eran un anuncio nuevo para este joven solo y sin testigos.

Es distinto desde la sierra pura, hacer un viaje de paseo a la ciudad y caminar en la noche citadina bajo las luces de mercurio, que llegar un poniente para ser atrapado por ellas.

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4 — ARRIBO CITADINO
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Esa noche era esperado con sumo interés, en el domicilio de sus padrinos. Aquellos tíos, hermanos de su madre, que lo despidieran siendo un niño pequeño y quienes no habían vuelto a verlo desde entonces. Esa casa que se le abría en Córdoba para cobijarle, para brindarle un sentimiento de seguridad, estaba aún más inquieta que él con su arribo, y llevaba días pendiente de este momento.

Y desde allí era, desde donde el muchacho esperaba partir para realizar sus ideas. Para movilizar su consigna. Para hallar respuestas. Pero sería allí mismo, en esa misma casa, donde iban a transcurrir los momentos decisivos que marcarían su personalidad, dando una forma nueva a sus pensamientos. El devenir ya se perfilaban con fuerza delante suyo.

Estaba al fin en la meca de sus intereses, que él había elaborado lleno de ilusiones, pero Ramiro iba hallar en casa de sus padrinos, un camino propio más allá de las ideas que él se había forjado. Como le ocurre a mucha juventud.

No hay duda de que la vida exige a su vástago humano para crecer, una ruptura con el pasado alado. Sea infantil o adolescente. Ese mundo agraciado con bienes protectores, pero que pesan sobremanera más adelante, para caminar por sí solo. Con la propia identidad. La vida personal no se define con certeza hasta no lograr ese necesario desprendimiento, donde se impone superar las vallas que se anteponen entre él y sus proyectos. Seguir con fe y decisión será el premio final. Este era el camino que debía trillar Ramiro Reynoso.

Su nueva familia estaba formada por el escribano don Santiago y su esposa Ana, más las dos hijas, Celia y Celeste.

Ana. Elegante. Bella. Segura. Ella asombró a Ramiro desde el comienzo, tanto por su atractivo personal, como porque a él siempre habíale faltado madre. Ana daba clases de francés y latín en un colegio, gustaba de la lectura y estaba orgullosa de su biblioteca. Ella sintió gran entusiasmo con la llegada de su ahijado, ya que no había tenido un hijo varón, lo que facilitó la inserción de Ramiro allí.

Su alegría con la presencia del joven residía en la estima que sentía por su padre, encontrando una abierta inteligencia en el hijo. Lo acercó de este modo al amigo preferido, el médico de la familia dr. Marcos, quien participó de su apreciación desde el primer diálogo. Viendo que el muchacho comenzaría a estudiar medicina, se propuso facilitarle cualquier ayuda. De tal modo le obsequió libros de estudios que habrían de servirle en toda su carrera.

Las niñas, adolescentes de dieciocho y dieciséis años, se alegraron cada una a su manera. La mayor, Celia, siguiendo los conceptos de la madre, pensados y pausados, lo estimó. La menor, Celeste, quedó cautivada por el acento de su voz.

—“Me gusta como hablas”— le dijo un día —“Como todos los que viven en la sierra. Suave. Dulce. Más musical que nosotros”

El padrino, don Santiago, hombre abstraído y preocupado por naturaleza, tuvo pocas efusiones pero no desinterés. Era un hombre que vivía preocupado por grandes problemas, fuesen reales o no. Y las situaciones domésticas o resoluciones familiares estaban en manos de su mujer. Con un esposo presente en lo social, pero ausente en los momentos claves, la familia reposaba en ella.

La mesa era animada. Ana conocía los movimientos del mundo entero, leyendo diarios o trayendo comentarios desde su actividad docente. Numerosas veces volvía con comensales a la mesa, ya fuesen profesoras o profesores, pues ella necesitaba de ese diálogo animado para almorzar. Y aquello constituyó un cambio muy sorprendente para Ramiro, recordando la vida suya con su padre, con dos sillas solas al mediodía. Era verdad, todo era nuevo ahora para él.

Santiago hilaba sus preocupaciones unas detrás de otras. Las escrituras, los informes de propiedad, las usucapiones cuestionadas... eran sus grandes problemas. Diríase que una actividad sedentaria como es la Escribanía, en sus manos volvíase una profesión llena de dilemas.

La rapidez era la condición de ella. Parecía ser la dueña de todas las soluciones.

—“¡Pero hombre!”— decíale Ana a su esposo —“La solución es fácil, ya la tengo pensada: Aquí está... ¿Sabes Ramiro? Cuando íbamos a casarnos creía que mi vida quedaría en sus manos”

El almuerzo continuaba animado, pero Santiago se mostraba más callado y más ensimismado. Terminado su plato dirigíase a su esposa y dándole un beso en la frente, le decía:

—“Estoy apurado Ana, guárdame el postre para la noche”

Las cenas eran frugales y las niñas no asistían a ellas, pues estaban preparando sus deberes escolares. Pero había cambios. Numerosas noches llegaban invitados creándose una tertulia en la sala. Servíase coñac con empanaditas de copetín, y los asistentes llegaban munidos de otras variedades en picadas y vinos. Los diálogos fluían de boca en boca, pero era Ana el árbitro de todos ellos para que ningún amigo cayese en un largo monólogo.

En estas situaciones don Santiago exhibía también su capacidad social. Ya no era el parco habitante de la casa y demostraba por el contrario, una multitud de conocimientos ampliados por la gracia de su palabra.

—“Me gusta traer invitados, para que mi marido no se aísle tanto”— le explicó ella a Ramiro

Su profesión misma como docente, su especialidad en lenguas, le daban a Ana una autoridad en diversos temas. Su personalidad general era envolvente y cautivante. Ramiro no podía evitar el sentirse impresionado con ella.

—“¿Me estaré enamorando de mi madrina?”— se dijo a sí mismo


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5 — CIUDAD DE ESTUDIANTES
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El otoño se deslizaba tibio y hermoso. El otoño de los cordobeses. La más bella de sus épocas anuales. Una brisa serena acentuaba las esperanzas del estudiante.

Como un telón de fondo, su bella sierra de infancia proporcionaba una visión espacial, al expandirse emergiendo detrás de los últimos caseríos citadinos. Y esa nostalgia de la sierra que divisábase a lo lejos, muy a la distancia hacia el infinito, era compensada para Ramiro por los paseos matinales bordeando La Cañada silenciosa.

El recorría ese cordón serpenteante de piedras, lleno de estudiantes del secundario en delantal blanco, todos los mediodías. O sentándose por la siesta en los bancos antiguos del Paseo Sobremonte, pues todavía perduraban las románticas verjas coloniales en arabescos. Contemplaba sus escalinatas de mármol sumergidas en el agua de la gran fuente del Marqués de Sobremonte, donde remaban los niños y los enamorados. Un espacio cantado por los poetas como prodigio de un mundo de ensueño, situado en el pleno centro citadino, antes de que desapareciese destruido por la modernidad.

Otras veces se extasiaba contemplando las formas cortantes de las barrancas, que tapizaban los bordes de esta ciudad como un collar natural y escultórico, formas diseñadas por un artista ciclópeo. Mientras las construcciones avanzaban sin piedad sobre ellas, para guillotinar esa belleza escarpada creada por la naturaleza, y recreada de continuo por los pintores cordobeses como Alvarez y Cerrito.

La barranca emergía en altas dimensiones circundado en arco la ciudad cordobesa, y en la luminosidad calma de la siesta otoñal ofrecía al caminante una visión cautivante. Los estudiantes de bellas artes se asentaban allí con sus caballetes para captar sus imágenes. Un escenario abierto en pleno día y habitado por gigantescas estatuas de bulto, hechas de greda endurecida y modelada por el tiempo. Se esparcían como bajorrelieves inacabables, sobre un fondo de color lacre, de un naranja intenso, que emitía destellos incandescentes a esa hora del día.

Algunos chiquillos orilleros de pieles cobrizas como la misma barranca, jugaban allí largas carreras de embolsados. En el borde de arriba del barranco, recortados contra el cielo, pequeños ranchitos muy blancos lucían su baño de cal, para hacer más imponente de la dimensión barrancal ante la vista del caminante.

Más allá hacia el lado opuesto de la ciudad, el Parque Sarmiento ofrecíale su espectáculo de fronda generosa y cultivada, obra de arquitectos, con sus inmensos árboles “carolinos” arqueándose sobre la avenida central. Era como si estos impresionantes arbolones se hubiesen negado a admitir la discontinuidad de crecimiento que les imponía el asfalto. Avanzaban sobre la calle ignorándola por completo, dejándose admirar por la impavidez de su fuerza hercúlea.

La vereda aceptaba sus ramazones y los caminantes sentábanse en ese asiento de tronco fornido, que parecía llamarlos al descanso, luego de subir hasta allí caminado la pesada cuesta desde el centro por la Avenida Argentina.

Ramiro tomaba allí su asiento sobre las grandes raíces o las gruesas ramas, que crecían sobre la vereda, decorando la Avenida de los Carolinos. Y sentíase en ese lugar como uno más, entre la multitud estudiantil que por allí transitaba. Algunos como él, leyendo sus libros de la Universidad. Otros, procedentes de los Secundarios cordobeses, que ese día de motu propio habían decidido declararlo feriado. O sea, hacerse la “chupina”.

Algarabía. Las voces juveniles surgían de todos los rincones llamando a su compañeros. Las niñas adolescentes, también chupineras, con sus blancos delantales escolares. Y los estudiantes de Bellas Artes que aparecían con sus caballetes para captar rincones, provenientes de la Academia situada en el mismo parque, dentro del Pabellón de las Industrias. Un viejo y romántico pabellón de madera con forma de castillo, traído desde la exposición de París en el siglo XIX.

Junto a ellos, el deportivo aspecto de los jóvenes estudiantes procedentes del Gimnasio Provincial, ubicado también en el corazón del parque, estructuraba en su conjunto total un microclima completo, al cual aunábase la colorida atmósfera dorada del estío.

Y mientras el estudiante deambulaba por esas calles otoñales, el mundo ciudadano palpitaba con sus promesas o sus frustraciones...


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6 —— SOCIEDAD Y SIMPATÍA
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Córdoba nocturna e iluminada. Ciudad de políticos fuertes y estudiantes politizados. Ciudad de luces y sombras. De progreso y de nostalgias. De apellidos. Ramiro la recorrió sin prisa, observándola desde su llegada como si se tratase de un sitio misterioso, en el cual había nacido veinte años atrás, pero al que desconocía por completo.

Y comenzó a vivir allí, pero sin pertenecer aún a ella. Ni la poseía ni era poseído. Transponía sus pasos y encontraba sus lugares. Solicitaba el nombre de sus calles y colocábale de a poco sus huellas. Allí había llegado desde la sierra, para adaptarse por varios años. Sin embargo él pertenecía al paisaje montaraz, que lo educara haciéndolo crecer.

El bullicio. El semáforo. La multitud. El estudio. Todo aquello salió a su encuentro. Y en pleno centro cordobés estaba el antiguo colegio mayor jesuítico, con sus muros pétreos construido siglos atrás por manos indias : la Universitas Cordubensis Tucumanae. Sede universitaria, ahora laica, nacional y oficial, pero donde aquel pasado romántico y colonial se percibe aún, entre sus paredes añejas, conservadas para este presente moderno.

Y era allí, desde ese microcentro, que Ramiro esperaba hallar respuestas a sus incógnitas, mediante el panorama generalizado que le ofrecía la distancia con su casa paterna.

El bullicio callejero y múltiple, existente en todas las abigarradas ciudades argentinas. con su variedad de prototipos humanos, precipitóse sobre él. Ramiro advirtió de golpe la disparidad de origen y procedencias de los estudiantes que iban a acompañarlo por largos años. Un amalgama abierta con estudiante locales, o próximos, de provincias alejadas o asimismo de países limítrofes. Escuchaba por doquier acentos y tonadas diversas, con sus distintas melodías folklóricas.

La herencia musical remarcaba este contraste. Zambas salteñas o chamamés litoraleños, takiraris bolivianos, carnavalitos, guaranias paraguayas, joropos colombianos, o tonadas cuyanas, valses peruanos o cordobeses, etc. Pero toda esa variedad era también un aporte que reinaba dentro de una misma lengua castellana, en su adaptación hispanoamericana. Lo múltiple y lo uniforme. La unidad en la disparidad.

Ramiro no sabía hasta llegar allí, que esta variedad cultural existiese. Pues él procedía de un ambiente cerrado entre dos quebradas serranas. Fue un contraste completo para su mundo anterior.

Sin embargo muy pronto él mismo formó parte de esa vorágine, propia de los centros de estudiantiles, ávidos a su vez de protestas múltiples. Y se vio a sí mismo, más adelante, subido a los estrados improvisados, arengando. Se encontró inmerso en los reclamos estudiantiles, y no pudo a partir de allí estar un instante más solo y sin compañía. Ya sea frente a los libros, en las aulas o en las calles. Era ya un estudiante universitario.

Ramiro Reynoso. Joven. Fresco. Nuevo.

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7 — EL SECRETO
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—“¿Consideras a mi madre la persona más inteligente de cuántos se reúnen en esta casa durante las tertulias ¿No es cierto?— le preguntó un día Celeste la menor de las niñas

Ramiro se asombró. La jovencita de dieciséis años era en apariencias indiferente a todos. Asistía y nunca participaba. En esa permanencia, que hasta ahora fuera para él casi inexistente, ella emitió un pensamiento:

—“Yo te considero el más inteligente de todos, porque no tratas de que los demás lo vean”

Ramiro nunca había tomado en cuenta a Celeste y no lo hizo ahora tampoco. En ese escenario que lo fascinaba, con las tertulias en casa de sus padrinos, donde el debate era complejo y exigía un material inmenso, esta adolescente no entraba en juego para nada.

Sin embargo a partir de allí, comenzó a observarla con más detenimiento. Percibió de inmediato que ella reaccionaba con maneras desconcertantes, a las indicaciones de los demás.

Celeste, callada en general, le hablaba cada vez que lo encontraba solo.

—“Debe ser hermoso vivir un año entero en la sierra”

—“Te sería incómodo, Celeste, el frío en cortante”

—“Nosotros vamos los veranos a Calamuchita, pero no es de mi gusto”— aseguró ella

—“¿Por qué? Tiene un paisaje hermoso. Todos los demás de esta casa parecen encantados con el paseo”— le respondió Ramiro

—“No a todos. Es muy comercial y extranjero. Allí nada es vivo y natural como es en tu sierra. A papá y a mí no nos gusta …Bueno, a papá nada el gusta... Pero yo tengo gustos propios”

—“¿Cuáles por ejemplo?”— preguntó él extrañado

—“Por ejemplo... una región montañosa donde cada casa esté separada de la otra por grandes campos, todos naturales. O con animales dispersos y ríos transparentes que corran entre las piedras. O me gustaría una pampa inmensa donde la línea del horizonte pareciera no terminarse nunca. Los hombres a caballo. O un bosque. Una selva donde la gente cuente relatos del lugar. Un gran silencio de voces y sólo el canto de chicharras”

—“Por qué piensas así, Celeste? Ustedes son una familia de pocas personas. No puedes sentirte acorralada por la multitud”

—“No Ramiro. No es así ¿No has visto que nunca ninguno de nosotros puede estar solo? Entran y salen de una pieza a otra, y además llegan de continuo amigos, visitantes. Hablan todos... todo el día”

—“No lo había pensado, de verdad niña”— observó Ramiro

—“Pues es así. Si te quedas pensando en tu dormitorio, entran a buscarte”— definió Celeste

—“¿Falta de Silencio? ¿De privacidad?”

—“Sí, Ramiro. De manera que para pensar y sentir mis propias cosas, yo tengo un secreto …hago lo siguiente... Me coloco al lado de ellos, mientras ellos hablan, y les muestro mi rostro. Pero yo no estoy más allí, me he ido volando como una paloma hasta el campanario de la Compañía, donde me uno aleteando a todas las otras. Viajo junto a esas palomas por el cielo de Córdoba, veo cada una de las personas que caminan, como son, como se mueven, son todas distintas. Recorro rasante las verdes tipas de La Cañada y sigo volando. Me voy muy lejos con mis pensamientos, mientras todos creen que yo sigo aquí. Ese es mi secreto”

—“Creo, Celeste... que me has contado algo interesante”

Las pláticas de Ramiro con Celeste fueron a partir de allí, continuas pero cortas, como la niña deseosa de privacidad y silencio, lo deseaba. Algunas veces usaban una mesa juntos para estudiar, sin mediar palabra. Cada uno en su interior y en sus pensamientos. El silencio los ambientaba, y los otros habitantes de la casa para no interrumpir los estudios del muchacho, dejaban con sus pensamientos libres a Celeste.

El la observaba a su lado pudiendo advertir en ciertos momentos, que los ojos claros de la niña no emitían un mirar fijo. Eran como dos esferas redondas de cristal inmóviles.

—“¿Dónde se habrá ido volando la paloma?”— pensaba Ramiro para sí

Después veía que los ojos de Celeste lo miraban de frente y comenzaba a sonreírle con placidez.

—“Tendré que conocer mejor su secreto”— decíase Ramiro

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8 — REGRESO AL REDIL
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La casa de piedra solariega ornamentada de esbeltos plátanos, centenarios y frondosos, con su sierra reseca y escarpada, recibió a Ramiro de regreso sin reproche alguno. Era su primer verano de vacaciones. Fue al contacto de las brisas serranas, ante las caricias de su nostálgico perro “Rulo”, y ante el resplandor abrasante del sol de enero, con un verano ardiente... cuando la emoción de Ramiro cobró un giro diferente.

Ya no era el mismo mozo lugareño encerrado entre dos quebradas, luego de haber cursado su primer año de estudiante universitario. Las piedras hogareñas lo recibieron con un afecto pleno y cálido, devolviéndole su espacio. Ante ese mundo tan conocido para él, cuyos rincones uno a uno podía relatar y describir... Ramiro descubrió de pronto en su sierra: ¡El Silencio!

Y en ese momento recordó las pláticas con Celeste, su compañía presente y silente en largas horas de estudio.

Todas las partículas serranas le enseñaron de pronto su misterio, escondido en el silencio de las piedras y el cantar solitario de las chicharras. Ese secreto habíase mantenido hasta entonces guardado para él, y recién ahora lo comprendía. Antes lo vivía porque estaba a su alcance con facilidad. Lo amaba porque había reído y jugado allí, una infancia entera. Ahora en cambio Ramiro se adueñaba de él, porque había tomado conciencia de su dimensión, y se le manifestaba en todo su contenido.

Ramiro ya no era el joven que buscaba aclarar sus inquietudes buscándolas afuera de sí. Era el mismo paisaje de toda su vida. Sus mismos amigos locales. Los mismos serranitos mestizos de dientes brillosos, que vendían yuyos recogidos entre las peñas, a los visitantes domingueros. El mismo olor a peperina esparcido entre los espinillos.

Pero él ya no era el mismo... Porque ahora hablaba con el silencio. Ese era su nuevo conocimiento. Y el panorama lujurioso de la sierra le obsequió al llegar, en su primer retorno como estudiante, las voces escondidas que antes no había atendido ni percibido. Pero que hacía mucho tiempo estaban esperándolo entre las quebradas.

Y en aquel momento tomó él conciencia de su presencia. Ramiro sentíase más que nunca él mismo, puesto que ahora dialogaba consigo mismo.

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9 — CELESTE
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Córdoba volvió a recibirlo con su tibieza otoñal. Pero Ramiro no volvería a casa de sus padrinos en el siguiente año universitario. Como muchos estudiantes, había forjado amistades con compañeros suyos, yendo a vivir con ellos en una casona de Barrio Clínicas, lo que era una tradición universitaria. Y ahora encontró otros senderos para recorrer en su nuevo domicilio, haciéndose habitué del Parque de Las Heras, allí donde muchos estudiantes repasaban sus exámenes.

Viviendo de esa manera en cercanía con el Hospital Clínicas, esto le favoreció contactos para desarrollar su primera preocupación: asistencia médica para esa apartada zona serrana de donde él provenía. Y comenzó a ser escuchado. Las autoridades instalaron el primer Dispensario Médico zonal. Los exámenes se sucedieron, sin interrupción. Seis años después estaba ya a un paso de recibirse de médico.

En vueltas de esquinas cruzábase con Celia y Celeste. Nada más. No habiéndose presentado a su regreso el primer día, un temor natural le impidió regresar con saludos. Sin embargo él seguía dialogando dentro suyo con aquella niña que conoció en su primer año universitario.

—“¡Celeste!”— se decía una y mil veces asomado a los extremos exaltados de su pensamiento —“Iba en busca de un tesoro, de un conocimiento, me lo diste. Porque yo iba para volver. Para traer a mis parajes un jugo precioso que debía brindarme la ciudad. Me lo diste. Como una gota finísima de levadura que se irguió sola. Que creció porque contenía el germen”

Pero Celeste en su realidad actual era para él, sólo una figura fugaz. Ni siquiera deseaba encontrarla y ni un diálogo medió más entre ambos.

—“Me enseñaste a pensar, Celeste, y porque me enseñaste esa riqueza te has convertido en mí, en un pensamiento puro. Yo iba en busca de un conocimiento para volver a mi hogar enriquecido, y nutrirlo salvándolo de su necesidades acuciantes. Encontré en mi sorpresa algo bellísimo. Tu pensamiento. Yo amaba mi tierra y sus habitantes. Los pequeños serranitos desprotegidos especialmente. Pero los amaba corporalmente. No había llegado a conocer su misterio... su secreto. Me llegó aquello de tu boca. Fue el renacer. Fue la conciencia. Descubrí el fondo de la copa”

—“¡Adiós Celeste”— saludaba cordialmente al cruzarla por la calle

Ramiro saludaba ahora a esa joven espléndida, atrayente por su hermosura, que le contestaba con rapidez. Erguida, esbelta, cuidadosa de su persona. Celeste ignoraba en aquellos largos años que pasaron, cómo su fresco pensamiento de antaño, a sus dieciséis años, habían hecho madurar el pensamiento de un hombre.

Una profesión y un pensamiento habían hecho la vida de Ramiro Reynoso. Trajo a su sierra finalmente, la profesión de médico que fue a buscar en la Universidad de Córdoba, y la colocó al servicio de su consigna.

Pero él halló su maravilla inesperadamente, donde no creía encontrarla. Ni en la fascinante Ana. Ni en sus tertulias brillantes. Ni en la deslumbrante vida de estudiante.

Muchas Anas estuvieron en sus brazos... Y una sola Celeste en su pensamiento.

—“¡Adiós Celeste”— volvía a saludarla en cada regreso ciudadano

Sin otro diálogo, sin otra apertura, con el terror de quebrar un hechizo o de encontrar un personaje distinto de aquél que fuera en la frescura de sus dieciséis años, cuando poseía un pensamiento original, por su observación espontánea de los demás, un pensamiento puro.

Había recibido de ella un método de pensamiento, y al usarlo, y al vivirlo, ese mismo pensamiento, el mismo secreto de su uso, le indicó no acercarse más a ella.

Era exacto. Celeste ya no soñaba. No se aislaba más para meditar. La ciudad la había incorporado lentamente a otra especie.


——FINAL——





Alejandra Correas Vázquez

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Fecha de inscripción : 17/10/2009

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