UN BRINDIS EN CÓRDOBA
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UN BRINDIS EN CÓRDOBA
UN BRINDIS en CORDOBA
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por Alejandra Correas Vázquez
1813. Las calles coloniales cordobesas mostraban su empedrado y sus faroles. Sus tejas. Su Calicanto. Su Cabildo y su Campo de Marte.
Por aquellos días un Chasqui tocó las manos en la casona ciudadana de familia Correas de Larrea, situada en proximidad al Calicanto. El caballo del Chasqui encabritado por los ladridos de los perros guardianes y las protestas de los mulatos que hacían de porteros, no fue un misterio para nadie. Todos habían notado su presencia.
Era una siesta ventosa y seca, que amarilleaba el camino. Terrosa. El poncho del Chasqui empolvado, confundíase con su rostro cetrino. Recibió su paga y propina con “yapa” de manos del mayoral (un mulatón) y volvió a partir. El mensajero portaba una carta lacrada que debió dejar en manos de aquel negro angola fornido, mirándose ambos con desconfianza. Los perros callaron cuando hubo partido.
La carta lacrada contenía un extraño anuncio. Estaba firmada por un hermano del dueño de casa (ambos mendocinos) –Don Ignacio– quien a la sazón vivía en el Puerto de la Santísima Trinidad de Buenos Ayres... Don Josep Orencio a quien iba dirigida, radicado éste último hacía dos décadas en Córdoba, leyó su contenido con sumo asombro... y quedóse meditando. Los tiempos eran tensos y en esta ciudad universitaria vivíase mal. Pues Fernando VII de regreso al trono desde el exilio había abolido ese año la Constitución. La ciudad sufría.
Don Ignacio le comunicaba en ella a su hermano Orencio, la llegada de un huésped recomendado por él. Un viajero. Alguien a quien nadie en Córdoba conocía.. Para ello escribía a su hermano recomendándole sus atenciones y mentada hospitalidad. Cuando uno se remonta hacia aquellos tiempos en una Sudamérica colonial y patriarcal, hecha de encomenderos, oidores y virreyes, se halla ante un concepto de familia y compromisos filiales, que se cumplían como leyes de estado. El interés por la comunidad –porque era más pequeña– introducía dentro de ese ámbito cerrado a los miembros de familias como a participes de la vida societaria. Como ejecutores de los acontecimientos vitales de una ciudadanía.
Ignacio solicitaba a su hermano Josep Orencio facilitarle a dicho huésped toda la ayuda necesaria, en la medida de lo posible e intentando lo imposible, por cuanto este huésped era especial. Tratábase según le comunicaba por escrito, de “algo” de gran importancia, más que de alguien en figura misma.
En aquellos momentos apacibles en Córdoba luego de inmensas tristezas, quedaban en la ciudadanía consecuencias muy claras de un abatimiento, porque era una ciudad universitaria que habíase embanderado en el apoyo a la Constitución. La defendieron con garra, como un progreso, como una medicina para las heridas dejadas por Carlos III cuando destruyó la obra jesuítica encadenando a los profesores de Córdoba... Y fueron después los cordobeses acusados de “bonapartistas”... Con sangre derramada. Todas las casas citadinas estaban de duelo desde hacía tres años y se desconfiaba de cualquier persona llegada desde afuera. Incluso de los Chasquis. Ya no se les ofrecía ni el mate ni mazamorra.
Todos aquellos ciudadanos que en el puerto de la Santísima Trinidad de Buenos Ayres habían apoyado al príncipe Fernando VII un lluvioso día de mayo, tres años antes (mientras estaba en el exilio) fueron traicionados por este rey. La sangre cordobesa había sido derramada en vano. Como quiera que sea... vivos o muertos, héroes emancipadores o fantasmas, bonapartistas o fernandistas, todos ellos pertenecen por igual al Cono Sur sudamericano y los mueve por último un mismo deseo. Todos en conjunto sufren ahora en 1813. el advenimiento del séptimo rey Fernando de Borbón y la supresión de la Constitución inspirada en Rousseau.
La Sierra Morena se ha llenado allá en la península española de constitucionalistas, apoyados por los bandidos comunes. Luego de ello, “los corsarios del Río de la Plata sitiaban Cádiz” (frase del rey). El Imperio de Brasil avanzaba sobre las provincias cisplatinas del Río Grande (las cuales nunca serían devueltas)... ¡Y Fernando VII convocaba a los países de la Santa Alianza para reconquistar las Indias! ... Aunque él mismo las perdía al abolir la Constitución y ni siquiera gobernaba a la propia España. Ante el desorden manifiesto, los “maloneros” pampeanos (indios bárbaros) habíanse puesto otra vez en movimiento y no serían vencidos hasta finales del siglo.
Y en toda Iberoamérica la búsqueda de un derecho civil, de una seguridad para las poblaciones, de un orden, de la defensa territorial, de una Constitución que los ampare en el concierto del mundo civilizado, arrojará a todos ellos en aras de la independencia, como solución final.
La carta que Josep Orencio tenía en sus manos, traída por el “chasqui” en aquel día, incluía estas reflexiones. Un mundo en derrumbe. Ilusiones cortadas. Largos años de trabajo llevados adelante por pioneros, amenazados ahora de malón e invasión ...y sin un rey real. Verdadero. Protector. Amante de sus súbditos. Respetuoso de ellos, como corresponde a todo buen monarca. Seguían a continuación en la misma carta lacrada numerosas referencias que daban indicios de acontecimientos a suceder, datos precisos a ejecutar, proyectos y situaciones claves. Al finalizar la misma su hermano le indicaba que ésta misiva debía ser quemada, por precaución, luego de leerla.
El total del misterioso contenido de esa correspondencia donde se incluían numerosos nombres, fechas y lugares, que Josep Orencio guardaría para siempre en la memoria, sólo él junto a su mulato guardaespaldas y mayoral, alcanzaron a leerlo y conocerlo.
Don Orencio terminó de leer la carta de su hermano Ignacio y volvió a doblarla. Quedóse con ella en la mano meditando, mientras observaba una vez más con detenimiento el sello del lacre, a fin de asegurarse. La releyó. Capturó su contenido y a continuación, se dirigió a su negro angola el cual estaba siempre cerca suyo. Situación muy corriente por aquel tiempo. Llamábase Tomás o Tobías o Tobiano… o Tulio. Había nacido allí. Le ordenó traer una lumbre. El mulatón fornido que oficiaba de criado, guardaespaldas, secretario, guardallaves y hasta de amigo y confidente, se retiró al interior de esa casona para volver con un candelabro encendido y entre ambos, vieron arder las negras letras contenidas en la carta, hasta que las llamas convirtieron todo en ceniza.
Un mulatillo juguetón pero avispado, montó guardia junto a la reja de entrada desde ese momento, en forma incansable. Para disimular se le indicó que jugara, curioseara como haciendo ocio o regara las plantas profusas que contorneaban aquella reja. En tanto desde el portal interior el mulatón fornido vigilaba al pequeño vigilante. Y era él realmente quien aguardaba al futuro huésped, pues era el único además de su amo, dentro de esa casa, que estaba al corriente de todo. Ambos siempre fueron mutuamente confidentes. Nada, ningún movimiento externo, escaparía nunca a su negrísima y alerta mirada.
Sin embargo el viajero fue aún más precavido que todos ellos y demoró muchísimo –desde el momento en que se hizo anunciar por escrito– consumiendo la paciencia de los dos vigilantes. La llegada no se producía. Tenía él sin duda, un especial interés de que nadie aquí o allá, se informase de su arribo a Córdoba.
Una noche garuaba en forma persistente y la cortina de gotas gruesas y lentas, aumentaba las tinieblas. El agua caía como un manto suave sobre las calles empedradas y era recogida cuadras más allá, por el Calicanto. La garúa fue de a poco transformándose en lluvia de finas hebras envolviendo a toda la ciudad . Sus habitantes. Las casas. Los templos. La Universidad. El Paseo Sobremonte. El Campo de Marte. La Alameda de Sauces de la Calle Ancha. Todo ese escenario colonial parecía llorar una tristeza ancestral, y un frío lento fue posesionándose del entorno, como si penetrase en el interior de las ropas. Los caballos y perros callejeros sufrían de gran “chucho”.
Lluvia deseada y aguardada, luego del tierral ventoso. Las calles corrían color chocolate, pero la tinieblas impedían apreciar ese color turbulento que se derramaba sobre el Calicanto de piedra bola.
En medio del silencio nocturno un caballo distante detuvo su trote y las ruedas de un carruaje rechinaron sobre el empedrado. El rocín resopló con la angustia que produce todo esfuerzo, dentro de un mal clima. Los truenos violentos dejaban ver rayos luminosos sobre el cordón de la sierra, aún visible desde la ciudad, mientras el cochero intentaba calmar al asustado y noble animal.
Pero el carruaje habíase detenido a cierta distancia y no parecía querer buscar refugio... Después, unos pasos de botas, lentos, con chasquina de agua, silenciados a medias por el declive de los charcos, fueron acercándose hacia la casa. El negrito hacía ya mucho tiempo que no vigilaba su entrada y la visión era, en ese momento, obscura e impenetrable por la cortina de agua. Los pasos detuviéronse junto a la entrada y el personaje llamó a la puerta en forma casi informal. Sin ceremonial. Como si no quisiese anunciarse. Los perros encerrados por la lluvia se estrellaban contra el portón de entrada, cual si pudiesen voltearla, dispuestos al parecer a despedazar al intruso.
En el interior, el mulatón fornido y corpulento, guardián siempre de la casa –quien en las noches dormía con un ojo abierto– cayóse de su lecho como todo portero al que no le gustan las sorpresas. Con rapidez (pues se acostaba semivestido y armado de acuerdo con la época) recogió la lámpara que de noche dejaba encendida a su lado, y fue atravesando con ella en la mano las habitaciones frontales. Aquel frente alargado de la antigua casona mostraba los cristales empañados, mientras los ventanales iban iluminándose uno a uno, recorriendo el camino de la lámpara.
Por último llegó junto a la pesada puerta de madera, donde el mulatillo trataba de sujetar a los furiosos canes. Y allí se detuvo sin abrir aún la puerta (cuya llave llevaba en la cintura) para espiar tras los visillos de encaje por una diminuta ventanuca del costado. Pudo así ver sin ser visto, a aquel visitante nocturno que osaba transgredir su sueño remolón, mirándolo con interés y desconfianza por un largo rato. ¡Pero en aquel rostro no reconocía él, a nadie conocido!
Frente suyo había un rostro largo, pálido, medio enjuto, de ojos expresivos y perfil agudo casi de cóndor, filoso, marcado de fatiga y con la mirada penetrante del hombre que ha trotado caminos, océanos y ciudades.
Pero el mulatón no estaba dispuesto a franquearle la entrada aunque lloviese a cántaros y el viajero se encontrara empapado. Dueño absoluto de esa puerta y siendo él, el único portador del llavero en toda esa casa, estaba decidido a defender la entrada de intrusos que nadie conocía, si era necesario con su propia vida. Pues habían acontecido ya en Córdoba sucesos dolorosos llegados desde afuera. Y ese desconocido solitario, mojado y aislado, que no traía acompañante ni escolta alguna, no le parecía a él, una visita apropiada.
De pronto a sus espaldas, apareció de improviso Don Josep Orencio acompañado por el negrito con otra lámpara encendida, e indicóle a su guardaespaldas que dejase entrar sin más preámbulos, al desconocido.
Así, de mal humor –ese mal humor célebre de los negros angola– con el “refunfuño” de todo portero contrariado, como un perro guardián al que se le coloca el bozal, hízose a un lado pero sin bajar la lámpara que tenía en la mano (e iluminando a la vez sin disimulo al forastero para observarlo mejor), mientras con la otra mano sujetó aún más su pistola, la cual creía tener que usar en cualquier momento.
El viajero fue invitado a pasar a la sala de recibo, luego de que le hubieran quitado la ropa cargada de agua, mientras dos mulatas somnolientas comenzaban a encender las lámparas de un quinqué, que pendía del techo. El visitante continuaba de pie, como si no le importase la propia fatiga, cual si no necesitase ningún descanso. Indiferente al reposo. Pero el dueño de casa le aconsejó tomar asiento... y casi se lo exigió.
Colocaron un brasero crepitante junto al recién llegado, el cual finalmente tomó asiento en un sillón amplio y mullido. Un sillón doble, rojo escarlata, de madera negra y laqueada con gran respaldo decorado. Don Josep Orencio fue a sentarse a su lado, mientras el mulatón sin dejar el gesto de desconfianza, continuó montando guardia junto al dueño de casa.
Una plática a un mismo tiempo medida y encendida, fue llenando el recinto. Principiaron a rodar las palabras. Pocas al comienzo, pero de gran significado y contenido. En cada pausa deteníanse las miradas, como vagando imprecisas, adentrándose dentro de ellas mismas. Las modulaciones de voz fueron cobrando acentuaciones nítidas. Cada idea emitida poseía un don de propiedad, como si el idioma se hubiese enriquecido. No había ademanes, había concesiones dadas. Casi preparadas, tal vez por la larga espera y por esa llegada imprevista. Sólo el mulatón había quedado de testigo y el silencio de la casa, no podía ser más propicio.
Y allí, en esos momentos, con esos dos hombres frente a frente, en esa sala carmesí, mientras la lluvia aumentaba su vigor y la noche su tiniebla, cuando la ciudad parecía haberse ocultado en un manto de agua inacabable… ¡Comenzaba allí a diagramarse el devenir del Cono Sur Sudamericano!
Fue precisamente en una noche de lluvia, en la ciudad católica de Córdoba fundada junto al río Suquía por una comunidad judía en 1573, a pocas cuadras del Calicanto y en la casa de un sudamericano de antiguo linaje, salvado milagrosamente de morir fusilado como sus amigos en “Cabeza de Tigre” (al oponerse al 25 de mayo que juraba lealtad a Fernando VII) por hallarse en ese momento cumpliendo sus tareas de estanciero en Jesús Maria– un sobreviviente que sentíase a sí mismo como parte del pasado...
Fue en esa noche de lluvia y tinieblas, que se delineó el destino argentino y sudamericano con una fuerza irreversible…El viajero explicó entonces que venía de Buenos Aires, procedente de Inglaterra, que había vivido en Francia, anteriormente en España… y mucho antes de ello... en Yapeyú.
Esa noche. La noche aquélla del arribo de este misterioso visitante... Mientras en su seno las aguas barrosas del Calicanto cordobés crecían desmesuradamente debido a una lluvia persistente, y ya comenzaban a desbordar. Con el “quinqué” parpadeando sobre las cabezas del dueño de casa y el huésped nocturno. Con un mulatón fornido apretando su pistola. Hablando el viajero de todos sus recorridos y de los que aún le quedaban por recorrer. Sus intenciones. Su meta. Un parámetro imposible de medir en aquel momento. Bajo la mirada expectante de don Josep Orencio Correas el dueño de casa. Ambos, como figuras esenciales de una reunión clave, dentro del salón escarlata de aquella familia mendocina radicada en Córdoba, dialogando sin prisa y haciendo más lenta las horas y a la vez más profunda la noche.
Como tablero de ajedrez en el cual se plantea una genial movida, el viajero exponía largamente sus ideas. Para entrar luego en un silencio total, mirando de frente a su interlocutor tras completar un pensamiento. Caviloso, callado, en total mutismo, observando y sintiéndose observado. La lámpara que portaba el mulato angola al subir y bajar, marcaba sus facciones filosas, volviendo más extraño el trasfondo de su mirada. La noche en desvelo y el diálogo intenso, dejaba entrar en aquella sala colonial, el espasmo en sordina de unos truenos lejanos. Enmarcada en secreto la sutil llegada del visitante, misteriosa, oculta entre las brumas de una cortina de agua, se constituiría con el correr del tiempo en un hecho público conocido por las generaciones venideras.
Sólo que todo aquello aconteció –su gran fama– a posteriori de su llegada subrepticia. Pues apenas partió de Córdoba su figura tomó un vuelo inusitado. Conmovió países y continentes. Éxitos. Fracasos. Gloria. Olvido... y restauración de memoria.
Fue esa noche por ende, donde obtuvo el apoyo logístico para sus gestas. Los caballos, vinos y armas blancas que producía la estancia de Jesús María propiedad de Don Josep Orencio. Por intermedio de sus relaciones también entrevistó en Córdoba a comerciantes, militares, políticos, hacendados, universitarios, gente de cultura y de producción. Al gobernador, legislador y estadista progresista Dr. Juan Bautista Bustos, quien lo apoyó incluso, enviándole soldados fuera de Argentina cuando su proyecto había llegado ya hasta Perú..
De esta gente cordobesa mediterránea, solitaria en el extremo sur del continente, culta y universitaria. pero ajena hasta entonces al acontecer mundial. Una sociedad colonial aislada en su mundo agropecuario dentro de un Finisterre sudamericano, fue donde él explayó por primera vez su protagonismo histórico, y donde su genio cobró el impulso necesario que lo haría indetenible hacia delante.
Con su presencia silente, cauta y cautelosa que intentaba a todas luces pasar inadvertida. Que buscaba adhesión para su programa, mas no para él mismo, porque quería sembrar, antes que ser admirado. Que en momento alguno intentara ocupar la preeminencia que otros forasteros habían alcanzado en esta ciudad. Distinto a todos ellos, intentando no ser casi advertido, pero sin embargo, con mayor capacidad transmutadora que ningún otro.
Sería este visitante solitario llegado sin escolta, sin acompañantes... el mismo personaje que luego al partir de allí, arrastraría masas. Multitudes. Conmovería políticos y países. Muy poco después de su estada en Córdoba (donde su presencia intrigara tanto al envolverse él mismo en un manto de misterio) y ser hospedado allí dentro de esa familia colonial a la que arribó en una noche de lluvia, su presencia de allí en más, iba a constituirse en una figura de relieve histórico.
Compartió el dueño de casa Don Josep Orencio durante ese período, el secreto que traía aquel visitante, sólo con su mulato gigante.. El forastero era demasiado enigmático y reservado. Pero su figura que estuvo entre ellos y partió con sus saludos y afectos, volvería luego en estampa y bronce, ya completamente engrandecida.
Y en ese interior doméstico de gente con tradición elegante, pero de una vida muy simple, mediterránea, aislada en el continente... iban a preguntarse más adelante : ¿Era él? ¿Es él, el mismo? ¿Ese era nuestro huésped, aquel visitante silencioso? Pues habíanlo tenido entre sus paredes sin darse cuenta de nada. Así son las sorpresas que propone a la gente sencilla, el Destino que todo lo marca.
Aquella noche imborrable de su llegada con una lluvia implacable, entre el viajero empapado e imperturbable, dueño de sendas y caminos, de postas y laberintos, de puertos incontables, de mares y cabalgatas... Junto al estanciero y bodeguero que dábale alojamiento por indicación de una carta familiar convertida en llamas y ceniza, todo había acontecido como en los hechos de magia. La magia que luego de ello vendría.
Iba clareando en aquella noche de intenso diálogo que intentaba concluir, mientras concluían también las explicaciones. Iba clareando aunque la lluvia era aún indoblegable, quizás con la misma fuerza tenaz que ponía a dicho viajero en acción. Caía sin pausa. Era como él. Tenía su constancia. Su carácter. Su perseverancia. Cauta, estable, inamovible. Había llegado a Córdoba de incógnito... a cambiar el rumbo de todas las cosas.
Allá lejos, detrás del océano, un rey llegado del exilio –Fernando VII– abolía la Constitución y llamaba a la Santa Alianza para invadir las tierras hispanoamericanas, las cuales ya no se sometían a su monarquía absoluta, sin derechos constitucionales. Pues el pensamiento de Rousseau había penetrado ya la piel de los hombres sudamericanos del siglo XIX.
Mas en aquella noche cordobesa, en ese salón de rojo carmesí rodeado por una empalizada de agua, con los cristales empañados donde había amanecido antes de llegar el día, todo era enjundia y emociones. Dos espíritus prestos para el progreso se habían aunado, para iniciar la gran gesta y defender los principios modernos del hombre nuevo. Sí. ¡Era el momento de brindar por el futuro! En ese instante cumbre, considerando que todo el mazo de cartas había sido ya extendido sobre la mesa, le dijo entonces Don Josep Orencio Correas a su huésped:
–“¿Quiere usted, caballero Don José de San Martín y Matorras, llegado desde tan lejos hasta mi casa trayéndonos estas buenas nuevas, brindar conmigo y servirse esta copa con el Vino del Rey de Jesús María?”
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Alejandra Correas Vázquez
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por Alejandra Correas Vázquez
1813. Las calles coloniales cordobesas mostraban su empedrado y sus faroles. Sus tejas. Su Calicanto. Su Cabildo y su Campo de Marte.
Por aquellos días un Chasqui tocó las manos en la casona ciudadana de familia Correas de Larrea, situada en proximidad al Calicanto. El caballo del Chasqui encabritado por los ladridos de los perros guardianes y las protestas de los mulatos que hacían de porteros, no fue un misterio para nadie. Todos habían notado su presencia.
Era una siesta ventosa y seca, que amarilleaba el camino. Terrosa. El poncho del Chasqui empolvado, confundíase con su rostro cetrino. Recibió su paga y propina con “yapa” de manos del mayoral (un mulatón) y volvió a partir. El mensajero portaba una carta lacrada que debió dejar en manos de aquel negro angola fornido, mirándose ambos con desconfianza. Los perros callaron cuando hubo partido.
La carta lacrada contenía un extraño anuncio. Estaba firmada por un hermano del dueño de casa (ambos mendocinos) –Don Ignacio– quien a la sazón vivía en el Puerto de la Santísima Trinidad de Buenos Ayres... Don Josep Orencio a quien iba dirigida, radicado éste último hacía dos décadas en Córdoba, leyó su contenido con sumo asombro... y quedóse meditando. Los tiempos eran tensos y en esta ciudad universitaria vivíase mal. Pues Fernando VII de regreso al trono desde el exilio había abolido ese año la Constitución. La ciudad sufría.
Don Ignacio le comunicaba en ella a su hermano Orencio, la llegada de un huésped recomendado por él. Un viajero. Alguien a quien nadie en Córdoba conocía.. Para ello escribía a su hermano recomendándole sus atenciones y mentada hospitalidad. Cuando uno se remonta hacia aquellos tiempos en una Sudamérica colonial y patriarcal, hecha de encomenderos, oidores y virreyes, se halla ante un concepto de familia y compromisos filiales, que se cumplían como leyes de estado. El interés por la comunidad –porque era más pequeña– introducía dentro de ese ámbito cerrado a los miembros de familias como a participes de la vida societaria. Como ejecutores de los acontecimientos vitales de una ciudadanía.
Ignacio solicitaba a su hermano Josep Orencio facilitarle a dicho huésped toda la ayuda necesaria, en la medida de lo posible e intentando lo imposible, por cuanto este huésped era especial. Tratábase según le comunicaba por escrito, de “algo” de gran importancia, más que de alguien en figura misma.
En aquellos momentos apacibles en Córdoba luego de inmensas tristezas, quedaban en la ciudadanía consecuencias muy claras de un abatimiento, porque era una ciudad universitaria que habíase embanderado en el apoyo a la Constitución. La defendieron con garra, como un progreso, como una medicina para las heridas dejadas por Carlos III cuando destruyó la obra jesuítica encadenando a los profesores de Córdoba... Y fueron después los cordobeses acusados de “bonapartistas”... Con sangre derramada. Todas las casas citadinas estaban de duelo desde hacía tres años y se desconfiaba de cualquier persona llegada desde afuera. Incluso de los Chasquis. Ya no se les ofrecía ni el mate ni mazamorra.
Todos aquellos ciudadanos que en el puerto de la Santísima Trinidad de Buenos Ayres habían apoyado al príncipe Fernando VII un lluvioso día de mayo, tres años antes (mientras estaba en el exilio) fueron traicionados por este rey. La sangre cordobesa había sido derramada en vano. Como quiera que sea... vivos o muertos, héroes emancipadores o fantasmas, bonapartistas o fernandistas, todos ellos pertenecen por igual al Cono Sur sudamericano y los mueve por último un mismo deseo. Todos en conjunto sufren ahora en 1813. el advenimiento del séptimo rey Fernando de Borbón y la supresión de la Constitución inspirada en Rousseau.
La Sierra Morena se ha llenado allá en la península española de constitucionalistas, apoyados por los bandidos comunes. Luego de ello, “los corsarios del Río de la Plata sitiaban Cádiz” (frase del rey). El Imperio de Brasil avanzaba sobre las provincias cisplatinas del Río Grande (las cuales nunca serían devueltas)... ¡Y Fernando VII convocaba a los países de la Santa Alianza para reconquistar las Indias! ... Aunque él mismo las perdía al abolir la Constitución y ni siquiera gobernaba a la propia España. Ante el desorden manifiesto, los “maloneros” pampeanos (indios bárbaros) habíanse puesto otra vez en movimiento y no serían vencidos hasta finales del siglo.
Y en toda Iberoamérica la búsqueda de un derecho civil, de una seguridad para las poblaciones, de un orden, de la defensa territorial, de una Constitución que los ampare en el concierto del mundo civilizado, arrojará a todos ellos en aras de la independencia, como solución final.
La carta que Josep Orencio tenía en sus manos, traída por el “chasqui” en aquel día, incluía estas reflexiones. Un mundo en derrumbe. Ilusiones cortadas. Largos años de trabajo llevados adelante por pioneros, amenazados ahora de malón e invasión ...y sin un rey real. Verdadero. Protector. Amante de sus súbditos. Respetuoso de ellos, como corresponde a todo buen monarca. Seguían a continuación en la misma carta lacrada numerosas referencias que daban indicios de acontecimientos a suceder, datos precisos a ejecutar, proyectos y situaciones claves. Al finalizar la misma su hermano le indicaba que ésta misiva debía ser quemada, por precaución, luego de leerla.
El total del misterioso contenido de esa correspondencia donde se incluían numerosos nombres, fechas y lugares, que Josep Orencio guardaría para siempre en la memoria, sólo él junto a su mulato guardaespaldas y mayoral, alcanzaron a leerlo y conocerlo.
Don Orencio terminó de leer la carta de su hermano Ignacio y volvió a doblarla. Quedóse con ella en la mano meditando, mientras observaba una vez más con detenimiento el sello del lacre, a fin de asegurarse. La releyó. Capturó su contenido y a continuación, se dirigió a su negro angola el cual estaba siempre cerca suyo. Situación muy corriente por aquel tiempo. Llamábase Tomás o Tobías o Tobiano… o Tulio. Había nacido allí. Le ordenó traer una lumbre. El mulatón fornido que oficiaba de criado, guardaespaldas, secretario, guardallaves y hasta de amigo y confidente, se retiró al interior de esa casona para volver con un candelabro encendido y entre ambos, vieron arder las negras letras contenidas en la carta, hasta que las llamas convirtieron todo en ceniza.
Un mulatillo juguetón pero avispado, montó guardia junto a la reja de entrada desde ese momento, en forma incansable. Para disimular se le indicó que jugara, curioseara como haciendo ocio o regara las plantas profusas que contorneaban aquella reja. En tanto desde el portal interior el mulatón fornido vigilaba al pequeño vigilante. Y era él realmente quien aguardaba al futuro huésped, pues era el único además de su amo, dentro de esa casa, que estaba al corriente de todo. Ambos siempre fueron mutuamente confidentes. Nada, ningún movimiento externo, escaparía nunca a su negrísima y alerta mirada.
Sin embargo el viajero fue aún más precavido que todos ellos y demoró muchísimo –desde el momento en que se hizo anunciar por escrito– consumiendo la paciencia de los dos vigilantes. La llegada no se producía. Tenía él sin duda, un especial interés de que nadie aquí o allá, se informase de su arribo a Córdoba.
Una noche garuaba en forma persistente y la cortina de gotas gruesas y lentas, aumentaba las tinieblas. El agua caía como un manto suave sobre las calles empedradas y era recogida cuadras más allá, por el Calicanto. La garúa fue de a poco transformándose en lluvia de finas hebras envolviendo a toda la ciudad . Sus habitantes. Las casas. Los templos. La Universidad. El Paseo Sobremonte. El Campo de Marte. La Alameda de Sauces de la Calle Ancha. Todo ese escenario colonial parecía llorar una tristeza ancestral, y un frío lento fue posesionándose del entorno, como si penetrase en el interior de las ropas. Los caballos y perros callejeros sufrían de gran “chucho”.
Lluvia deseada y aguardada, luego del tierral ventoso. Las calles corrían color chocolate, pero la tinieblas impedían apreciar ese color turbulento que se derramaba sobre el Calicanto de piedra bola.
En medio del silencio nocturno un caballo distante detuvo su trote y las ruedas de un carruaje rechinaron sobre el empedrado. El rocín resopló con la angustia que produce todo esfuerzo, dentro de un mal clima. Los truenos violentos dejaban ver rayos luminosos sobre el cordón de la sierra, aún visible desde la ciudad, mientras el cochero intentaba calmar al asustado y noble animal.
Pero el carruaje habíase detenido a cierta distancia y no parecía querer buscar refugio... Después, unos pasos de botas, lentos, con chasquina de agua, silenciados a medias por el declive de los charcos, fueron acercándose hacia la casa. El negrito hacía ya mucho tiempo que no vigilaba su entrada y la visión era, en ese momento, obscura e impenetrable por la cortina de agua. Los pasos detuviéronse junto a la entrada y el personaje llamó a la puerta en forma casi informal. Sin ceremonial. Como si no quisiese anunciarse. Los perros encerrados por la lluvia se estrellaban contra el portón de entrada, cual si pudiesen voltearla, dispuestos al parecer a despedazar al intruso.
En el interior, el mulatón fornido y corpulento, guardián siempre de la casa –quien en las noches dormía con un ojo abierto– cayóse de su lecho como todo portero al que no le gustan las sorpresas. Con rapidez (pues se acostaba semivestido y armado de acuerdo con la época) recogió la lámpara que de noche dejaba encendida a su lado, y fue atravesando con ella en la mano las habitaciones frontales. Aquel frente alargado de la antigua casona mostraba los cristales empañados, mientras los ventanales iban iluminándose uno a uno, recorriendo el camino de la lámpara.
Por último llegó junto a la pesada puerta de madera, donde el mulatillo trataba de sujetar a los furiosos canes. Y allí se detuvo sin abrir aún la puerta (cuya llave llevaba en la cintura) para espiar tras los visillos de encaje por una diminuta ventanuca del costado. Pudo así ver sin ser visto, a aquel visitante nocturno que osaba transgredir su sueño remolón, mirándolo con interés y desconfianza por un largo rato. ¡Pero en aquel rostro no reconocía él, a nadie conocido!
Frente suyo había un rostro largo, pálido, medio enjuto, de ojos expresivos y perfil agudo casi de cóndor, filoso, marcado de fatiga y con la mirada penetrante del hombre que ha trotado caminos, océanos y ciudades.
Pero el mulatón no estaba dispuesto a franquearle la entrada aunque lloviese a cántaros y el viajero se encontrara empapado. Dueño absoluto de esa puerta y siendo él, el único portador del llavero en toda esa casa, estaba decidido a defender la entrada de intrusos que nadie conocía, si era necesario con su propia vida. Pues habían acontecido ya en Córdoba sucesos dolorosos llegados desde afuera. Y ese desconocido solitario, mojado y aislado, que no traía acompañante ni escolta alguna, no le parecía a él, una visita apropiada.
De pronto a sus espaldas, apareció de improviso Don Josep Orencio acompañado por el negrito con otra lámpara encendida, e indicóle a su guardaespaldas que dejase entrar sin más preámbulos, al desconocido.
Así, de mal humor –ese mal humor célebre de los negros angola– con el “refunfuño” de todo portero contrariado, como un perro guardián al que se le coloca el bozal, hízose a un lado pero sin bajar la lámpara que tenía en la mano (e iluminando a la vez sin disimulo al forastero para observarlo mejor), mientras con la otra mano sujetó aún más su pistola, la cual creía tener que usar en cualquier momento.
El viajero fue invitado a pasar a la sala de recibo, luego de que le hubieran quitado la ropa cargada de agua, mientras dos mulatas somnolientas comenzaban a encender las lámparas de un quinqué, que pendía del techo. El visitante continuaba de pie, como si no le importase la propia fatiga, cual si no necesitase ningún descanso. Indiferente al reposo. Pero el dueño de casa le aconsejó tomar asiento... y casi se lo exigió.
Colocaron un brasero crepitante junto al recién llegado, el cual finalmente tomó asiento en un sillón amplio y mullido. Un sillón doble, rojo escarlata, de madera negra y laqueada con gran respaldo decorado. Don Josep Orencio fue a sentarse a su lado, mientras el mulatón sin dejar el gesto de desconfianza, continuó montando guardia junto al dueño de casa.
Una plática a un mismo tiempo medida y encendida, fue llenando el recinto. Principiaron a rodar las palabras. Pocas al comienzo, pero de gran significado y contenido. En cada pausa deteníanse las miradas, como vagando imprecisas, adentrándose dentro de ellas mismas. Las modulaciones de voz fueron cobrando acentuaciones nítidas. Cada idea emitida poseía un don de propiedad, como si el idioma se hubiese enriquecido. No había ademanes, había concesiones dadas. Casi preparadas, tal vez por la larga espera y por esa llegada imprevista. Sólo el mulatón había quedado de testigo y el silencio de la casa, no podía ser más propicio.
Y allí, en esos momentos, con esos dos hombres frente a frente, en esa sala carmesí, mientras la lluvia aumentaba su vigor y la noche su tiniebla, cuando la ciudad parecía haberse ocultado en un manto de agua inacabable… ¡Comenzaba allí a diagramarse el devenir del Cono Sur Sudamericano!
Fue precisamente en una noche de lluvia, en la ciudad católica de Córdoba fundada junto al río Suquía por una comunidad judía en 1573, a pocas cuadras del Calicanto y en la casa de un sudamericano de antiguo linaje, salvado milagrosamente de morir fusilado como sus amigos en “Cabeza de Tigre” (al oponerse al 25 de mayo que juraba lealtad a Fernando VII) por hallarse en ese momento cumpliendo sus tareas de estanciero en Jesús Maria– un sobreviviente que sentíase a sí mismo como parte del pasado...
Fue en esa noche de lluvia y tinieblas, que se delineó el destino argentino y sudamericano con una fuerza irreversible…El viajero explicó entonces que venía de Buenos Aires, procedente de Inglaterra, que había vivido en Francia, anteriormente en España… y mucho antes de ello... en Yapeyú.
Esa noche. La noche aquélla del arribo de este misterioso visitante... Mientras en su seno las aguas barrosas del Calicanto cordobés crecían desmesuradamente debido a una lluvia persistente, y ya comenzaban a desbordar. Con el “quinqué” parpadeando sobre las cabezas del dueño de casa y el huésped nocturno. Con un mulatón fornido apretando su pistola. Hablando el viajero de todos sus recorridos y de los que aún le quedaban por recorrer. Sus intenciones. Su meta. Un parámetro imposible de medir en aquel momento. Bajo la mirada expectante de don Josep Orencio Correas el dueño de casa. Ambos, como figuras esenciales de una reunión clave, dentro del salón escarlata de aquella familia mendocina radicada en Córdoba, dialogando sin prisa y haciendo más lenta las horas y a la vez más profunda la noche.
Como tablero de ajedrez en el cual se plantea una genial movida, el viajero exponía largamente sus ideas. Para entrar luego en un silencio total, mirando de frente a su interlocutor tras completar un pensamiento. Caviloso, callado, en total mutismo, observando y sintiéndose observado. La lámpara que portaba el mulato angola al subir y bajar, marcaba sus facciones filosas, volviendo más extraño el trasfondo de su mirada. La noche en desvelo y el diálogo intenso, dejaba entrar en aquella sala colonial, el espasmo en sordina de unos truenos lejanos. Enmarcada en secreto la sutil llegada del visitante, misteriosa, oculta entre las brumas de una cortina de agua, se constituiría con el correr del tiempo en un hecho público conocido por las generaciones venideras.
Sólo que todo aquello aconteció –su gran fama– a posteriori de su llegada subrepticia. Pues apenas partió de Córdoba su figura tomó un vuelo inusitado. Conmovió países y continentes. Éxitos. Fracasos. Gloria. Olvido... y restauración de memoria.
Fue esa noche por ende, donde obtuvo el apoyo logístico para sus gestas. Los caballos, vinos y armas blancas que producía la estancia de Jesús María propiedad de Don Josep Orencio. Por intermedio de sus relaciones también entrevistó en Córdoba a comerciantes, militares, políticos, hacendados, universitarios, gente de cultura y de producción. Al gobernador, legislador y estadista progresista Dr. Juan Bautista Bustos, quien lo apoyó incluso, enviándole soldados fuera de Argentina cuando su proyecto había llegado ya hasta Perú..
De esta gente cordobesa mediterránea, solitaria en el extremo sur del continente, culta y universitaria. pero ajena hasta entonces al acontecer mundial. Una sociedad colonial aislada en su mundo agropecuario dentro de un Finisterre sudamericano, fue donde él explayó por primera vez su protagonismo histórico, y donde su genio cobró el impulso necesario que lo haría indetenible hacia delante.
Con su presencia silente, cauta y cautelosa que intentaba a todas luces pasar inadvertida. Que buscaba adhesión para su programa, mas no para él mismo, porque quería sembrar, antes que ser admirado. Que en momento alguno intentara ocupar la preeminencia que otros forasteros habían alcanzado en esta ciudad. Distinto a todos ellos, intentando no ser casi advertido, pero sin embargo, con mayor capacidad transmutadora que ningún otro.
Sería este visitante solitario llegado sin escolta, sin acompañantes... el mismo personaje que luego al partir de allí, arrastraría masas. Multitudes. Conmovería políticos y países. Muy poco después de su estada en Córdoba (donde su presencia intrigara tanto al envolverse él mismo en un manto de misterio) y ser hospedado allí dentro de esa familia colonial a la que arribó en una noche de lluvia, su presencia de allí en más, iba a constituirse en una figura de relieve histórico.
Compartió el dueño de casa Don Josep Orencio durante ese período, el secreto que traía aquel visitante, sólo con su mulato gigante.. El forastero era demasiado enigmático y reservado. Pero su figura que estuvo entre ellos y partió con sus saludos y afectos, volvería luego en estampa y bronce, ya completamente engrandecida.
Y en ese interior doméstico de gente con tradición elegante, pero de una vida muy simple, mediterránea, aislada en el continente... iban a preguntarse más adelante : ¿Era él? ¿Es él, el mismo? ¿Ese era nuestro huésped, aquel visitante silencioso? Pues habíanlo tenido entre sus paredes sin darse cuenta de nada. Así son las sorpresas que propone a la gente sencilla, el Destino que todo lo marca.
Aquella noche imborrable de su llegada con una lluvia implacable, entre el viajero empapado e imperturbable, dueño de sendas y caminos, de postas y laberintos, de puertos incontables, de mares y cabalgatas... Junto al estanciero y bodeguero que dábale alojamiento por indicación de una carta familiar convertida en llamas y ceniza, todo había acontecido como en los hechos de magia. La magia que luego de ello vendría.
Iba clareando en aquella noche de intenso diálogo que intentaba concluir, mientras concluían también las explicaciones. Iba clareando aunque la lluvia era aún indoblegable, quizás con la misma fuerza tenaz que ponía a dicho viajero en acción. Caía sin pausa. Era como él. Tenía su constancia. Su carácter. Su perseverancia. Cauta, estable, inamovible. Había llegado a Córdoba de incógnito... a cambiar el rumbo de todas las cosas.
Allá lejos, detrás del océano, un rey llegado del exilio –Fernando VII– abolía la Constitución y llamaba a la Santa Alianza para invadir las tierras hispanoamericanas, las cuales ya no se sometían a su monarquía absoluta, sin derechos constitucionales. Pues el pensamiento de Rousseau había penetrado ya la piel de los hombres sudamericanos del siglo XIX.
Mas en aquella noche cordobesa, en ese salón de rojo carmesí rodeado por una empalizada de agua, con los cristales empañados donde había amanecido antes de llegar el día, todo era enjundia y emociones. Dos espíritus prestos para el progreso se habían aunado, para iniciar la gran gesta y defender los principios modernos del hombre nuevo. Sí. ¡Era el momento de brindar por el futuro! En ese instante cumbre, considerando que todo el mazo de cartas había sido ya extendido sobre la mesa, le dijo entonces Don Josep Orencio Correas a su huésped:
–“¿Quiere usted, caballero Don José de San Martín y Matorras, llegado desde tan lejos hasta mi casa trayéndonos estas buenas nuevas, brindar conmigo y servirse esta copa con el Vino del Rey de Jesús María?”
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Alejandra Correas Vázquez
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