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SAGA DE LA FAMILIA CORREAS DE LARREA (PARTE 4)

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SAGA DE LA FAMILIA CORREAS DE LARREA (PARTE 4) Empty SAGA DE LA FAMILIA CORREAS DE LARREA (PARTE 4)

Mensaje  Alejandra Correas Vázquez Vie Abr 11, 2014 8:56 pm


SAGA DE LA FAMILIA CORREAS DE LARREA

-------CUARTA PARTE-------

por Alejandra Correas Vázquez

II . Actas Capitulares
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EL CABILDANTE

Pasado el tiempo ya nadie lo esperaba. La misiva parecía haber sido sólo un sueño volatilizado con la lumbre. Los movimientos de la casa internos y externos, habíanse tranqui¬lizado. La vida siguió su curso normal. La ciudad crecía, se modernizaba y superaba sus dolores. Dejaba atrás sus frustraciones y entraba en una nueva era. El Siglo de las Luces avanzaba a toda prisa, apostando al futuro.
Don Josep Orencio Correas organizaba con afán metódico su Estancia de Jesús María y se incorporaba cada día más a su identidad cordobesa. Había perdido luego de veinte años ese acento mendocino que lo diferenciaba, cual nexos chilenos dejados atrás en el solar natal, junto a las nieves perpetuas e inmóviles del Aconcagua.
Pertenecía ya a Córdoba por decisión propia. Por trabajo y dedicación. Por constancia. Controlaba el añejamiento del vino y reemplazaba algunos trapiches. Inspeccionaba el taller de forja de armas blancas de Jesús María. Hacía arreglos en la antigua capilla jesuítica y recibió un préstamo del Cabildo para realizarlos, con decoradores apropiadas. Organizaba las caravanas comerciales con carretas que iban desde Córdoba hacia el Mercado de Charcas, en Alto Perú. Dirigía las hierras y seleccionaba los nuevos potrillos. Este conjunto caballar que se reproducía allí en abundan¬cia desde el tiempo jesuítico (y continúa siendo tradición de Jesús María) iba a prestar servicios excelentes en el futuro, para la Campaña de los Andes.
El formaba ya ahora de esta manera, parte de la ciudadanía cordobesa por derecho adquirido, e iba a ser recordado por sus hijos y sus descendientes como un hombre correcto, pero muy enérgico. Casi en demasía. Acorde con su época y a su gran carga de responsabilidades. Era inflexible y pragmático, de temperamento vital. Dejó una estela de recuerdos familiares y muchos de ellos reaparecen en distintos pleitos del Archivo Histórico cordobés.
Era un ser humano con virtudes y defectos, como toda persona viva, defectos casi siempre originados en su propio temperamento. Como dice el proverbio chino : “Solo hay dos hombres perfectos, uno ha muerto y el otro todavía no ha nacido”. Su carácter temperamental trájole muchas complicaciones.
Como ejemplo de estos defectos personales tenemos una demanda en contra suya, hecha por un vecino que lo denuncia de agresión. Es una anécdota casi histriónica. Dice tal vecino en la denuncia, que se apersonó en casa de Don Orencio por un reclamo y entraron en discusión violenta (no se consigna cuál sería este reclamo) pero Orencio Correas sacó un palo y lo corrió a “palazos” … Para un hombre que tenía guardaespaldas armado (el negro Tobías) y además sabemos que siempre los estancieros de esa época iban armados —al menos con un cuchillito— no cabe dudas que él no tenía intensión de herir, sino de correr. Todavía nos parece oír la risa del mulatón favorito detrás de ambos.
Poseía una personalidad arrolladora y además avasallante sobre sus hijos, sus dos esposas, nietos y sobrinos. Sus bisnietos y tataranietos hablarán de él como si lo hubiesen conocido. No sólo porque sus ojos vieron un pedazo de historia y estuvo obligado a tomar partido en ella, sino porque su arrogancia y su energía encarnaba a ese paternalismo criollo antiguo (protector) que más tarde ya no subsistiría. Se extinguió como se extinguen todos los linajes, con sus grandes virtudes y sus grandes defectos, que enmarcaban un estilo propio, de la vieja Argentina.
Los nombres que eligiera para sus hijos varones demuestran en él, profundos sentimientos internos. Evidencian su gran amistad hacia aquéllos a quienes apreciaba de corazón. Uno de sus hijos se llamó Rafael María, por el Marqués de Sobremonte. El menor Santiago, por su querido y llorado amigo Santiago de Liniers. Otro de ellos, Ignacio, por Ignacio de Loyola, nombre que además su padre puso también a un hijo — hermano de Orencio— en reconocimiento a la magna obra jesuítica cuyos predios llegaron a manos de esta familia por compra. Otro dos hijos se llamaron : Orencio, por la justa razón de su herencia, y Félix por su propio padre. Estos cinco nombres se continuarán a su vez, en la descendencia Correas de la línea cordobesa.
En su testamento cuando divide sus bienes de Jesús María entre sus numerosos hijos –incluso agregándole hijuelas– llega al extremo de detallar hasta el curso de las aguas y sus desvíos en arroyuelos pequeños, para que a ninguno le falten aguadas, como si quisiera pensarlo todo más allá de su vida. E iba así determinando lo que cada hijo haría con aquellas propiedades que él amaba y a las que no podía dejar de administrar, aún ausente. Tuvo él sobre su familia un poder convocante, nucleando sus voluntades aún sobre los que no lo conocieron. Con esa fuerza del individualismo que caracterizara a los hombres probos de todo el siglo XIX.
Su paso por el Cabildo cordobés como Alcalde de Segundo Voto deja constancia también, de actitudes a veces duras. Puristas. Pero no controvertidas. Las Actas Capitulares de Córdoba completan, de una manera desintere¬sada, los retratos personales. Al recorrerlas con la lectura nos ofrecen facetas psicológicas.
El no era una persona con intereses políticos, sino empresariales, pero no pudo rehuirlos. Se lo convoca a participar del Cabildo, a prestar asistencia, pues es uno de los ciudadanos destacados al ser un productor agropecuario de interés provincial. Pero aún así, a pesar de su solidaridad con el medio, muestra terquedad. Envía mensajes y dice en ellos, muchas veces, que está muy ocupado en sus tareas de Jesús María y no tiene tiempo para asistir a cabildeos. Prioriza la producción, a la burocracia del Cabildo.
Sin duda, es de pensar –para un hombre de Estancia, de campo, un patrón criollo– que lo más difícil para él y también para muchos otros personajes de su tiempo, era colocarse el “disfraz” con el cual debían presentarse en esas reuniones. Existe un archivo en Córdoba (Museo del Cabildo) que contiene dibujos en colores, sobre los trajes que debía usar cada alcalde y cabildante. Venían con sus botas, ponchos y chambergos de campo y tenían que cambiarse allí mismo de ropaje, para sentarse en su escaño del Cabildo.
La colección como diseño y dibujo es bellísima pero... realmente de fantasía. Para cada cargo existía un traje distinto. A la entrada dejaban su ropa habitual y vestían la guardaba en los arcones. Muchos de ellos, no cabe duda, sentíanse absurdamente incómodos con esa moda impuesta. Pero así era la ordenanza del Cabildo que regía para todo el imperio español. Lo que unificaba un territorio europeo con otro americano y filipino, con islas atlánticas, mediterráneas y oceánicas en un solo Imperio... donde no se ponía el Sol.
Don Josep Orencio se reintegra al Cabildo y sus reuniones, cuando él considera que su tarea de producción no se retrasa con su ausencia (en aquellos tiempos el viaje a Jesús María que nunca ha sido corto, debía ser larguísimo). Tiene, ejecuta y demuestra un real sentido de la producción. Se disgustan los cabildantes muchas veces con él y hasta van a buscarlo. Renuncia. Pero vuelve a ser nombrado pues su cordura y pragmatismo, a pesar de estas ausencias en Jesús María, le daban un crédito válido en la ciudadanía.

EL EMPRESARIO

Es muy difícil saber hoy qué es lo que Josep Orencio halló en pie —en estado eficiente— de toda aquella grandiosa posesión de Jesús María que fuera antaño propiedad de los Jesuitas, cuando se presentó en Córdoba en nombre de su padre y siendo aún muy joven. Pero los cordobeses y en especial el Marqués, aguardaban mucho de él. Entonces se fijó la meta como hombre de palabra, de cumplir con todos ellos.
Era de una prestancia física imponente. Alto y corpulento con más de dos metros de altura, un rostro de grandes cejas y mirada penetrante. Su presencia imponía respeto por su seriedad y hasta severidad. Tenía un marcado interés por el orden. Dotes de empresario.
Luego de años sin presencia de dueño, acéfalo y dramatizado todo el predio por la expulsión violenta de los hombres de Loyola, Jesús María había sobrevivido a la deriva en manos de administradores no controlados. Muchos habían medrado con la ausencia de vigilancia y la memoria familiar de los Correas, habla de un descalabro. El desorden en la antigua estancia jesuítica era manifiesto, amén de robo y pillaje continuos. Los animales vagaban sueltos por los campos. Los trapiches estaban en pésimo estado. Ya no se sembraba. Los peones sintiéndose impotentes ante la agresión de la soldadesca en el primer momento de la expulsión —y los saqueos posteriores— habían huido a refugiarse en los cañadones de las sierras adyacentes.
Pero era muy difícil para cualquiera llevarse por delante a don Josep Orencio, aún en plena juventud. Siempre su energía y tesón —muy vascongados–– iban a sobreponerse a cualquier dilema que le presentara el destino. Nunca volvía sobre sus pasos. No era el mayorazgo, pero su padre conociéndolo bien, lo había elegido como su representante y luego lo nombró heredero al verlo exitoso. El tuvo entonces que ejercer a su cargo y responsabilidad, una misión restauradora con Jesús Maria.
Había allí todo un rico patrimonio deteriorado y desarticulado. Una saña feroz habíase volcado sobre el recuerdo de aquellos jesuitas que fueran los impulsores de esta provincia, como deseando borrar hasta sus huellas. Todo ese esfuerzo caído en el vacío –cual un sacrificio hecho en vano– dejaba ahora como presente, sólo una forma de malón... que no provenía en este caso de la indiada. Fue el malón de Carlos III.
Pero el feudo era tan importante y representaba un capital tan seguro, que a la vuelta de un tiempo con paciencia y tenacidad, con perseverancia, con el apoyo del gobernador Sobremonte, la producción comenzó a verse otra vez efectiva. Josep Orencio sumando trabajos y energía, rescató a Jesús María de las cenizas donde yacía, siguiendo el ejemplo del Marqués de Sobremonte, su mentor.
De este modo fue reorganizada la heredad de un extremo a otro, revalorizados sus componentes productivos, incentivando a una nueva generación de trabajadores a quienes la bonanza volvió a atraerlos hacia el lugar. Y de este modo él dejaría a sus hijos y a la provincia de Córdoba, un patrimonio bien organizado, una fuente comercial de importancia con el Alto Perú y un ingreso apreciable al Cabildo y a la Junta de Temporalidades. Su principio era no defraudar. Habían confiado en él y estaba dispuesto a cumplir con todos ellos. Puso su empeño y su juventud en lograrlo, con la dinámica como método de trabajo.
De todas las empresas jesuíticas cordobesas, o sea sus estancias y fuentes de producción en esta provincia, vale la pena señalarlo, fue la Estancia de Jesús María la única o casi única empresa que volvió a resurgir en forma integral y que produjo un aporte económico de mucho valor a la provincia de Córdoba, durante más de un siglo. Y esto se logró por haber sido comprada legalmente, y no regalada a los caprichos arbitrarios de Carlos III para con sus amigos en una actitud clientelista, como fue en otros casos. Pues Jesús María fue pagada en una hipoteca que saldarían mediante su trabajo tesonero durante tres generaciones, estos nuevos propietarios.
La gran obra de la Misión estaba dedicada a la comunidad y fue la comunidad colonial misma, constituida de encomenderos, alcaldes, oidores, citadinos y paisanos campestres, quienes con su aporte económico o su trabajo rural, la hizo posible. La inmensa obra de la Compañía de Jesús en Sudamérica no era una empresa privada para lucro personal. Estaba destinada a la Comunidad. En el libro del profesor de retórica P.Peramás (uno de los profesores jesuitas encadenados y expulsados de Córdoba) que lleva por título “La República de Platón y la Misión Jesuítica” podemos leer hoy, los fundamentos de este magno proyecto.
La familia Correas de Larrea con su honestidad, sin recibir nada que no pagase, cumpliendo los contratos que firmara con la Junta de Temporalidades de Córdoba, devolvió paso a paso, año a año, moneda por moneda, todo aquello que a la comunidad cordobesa le pertenecía. Completó la obra jesuítica. También la admiró.

III . El Viajero
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ARRIBO DE INCÓGNITO


Una noche garuaba y la cortina de gotas gruesas y lentas, aumentaba las tinieblas. El agua caía como un manto suave sobre las calles empedradas y era recogida cuadras más allá, por el Calicanto. La garúa fue de a poco transformándose en lluvia de finas hebras, envolviendo toda la ciudad : Los habitantes. Las casas. Los templos. La Universidad. El Paseo Sobremonte. El Campo de Marte. Y la Alameda de Sauces de la Calle Ancha que parecía llorar una tristeza ancestral. Un frío lento, denso, fue posesionándose del entorno como si penetrase en el interior de las ropas. Los caballos y perros callejeros sufrían de gran “chucho”.
Lluvia deseada y aguardada, luego del tierral ventoso. Las calles corrían color chocolate pero la tinieblas impedían apreciar ese pigmento turbulento, que derramábase aluvionado sobre el Calicanto colonial.
En medio del silencio nocturno un caballo distante detuvo su trote y las ruedas de un carruaje rechinaron sobre el empedrado. El rocín resopló con la angustia que produce todo esfuerzo, dentro de un mal clima. Los truenos violentos dejaban ver rayos luminosos sobre el cordón de la sierra, aún visible por entonces desde el centro de la ciudad, mientras el cochero intentaba calmar al asustado y noble animal.
Pero el carruaje habíase detenido a cierta distancia y no parecía querer buscar refugio ...Después… unos pasos de botas lentos, con chasquina de agua, silenciados a medias por el declive de los charcos, fueron acercándose hacia la casa. El negrito hacía ya mucho tiempo que no vigilaba su entrada y la visión era, en ese momento, obscura e impenetrable por la cortina de agua. Los pasos detuviéronse junto a la entrada y el personaje llamó a la puerta, en forma casi informal. Sin ceremonial. Como si no quisiese anunciarse.
Los perros encerrados por la lluvia se estrellaban ladrando contra el portón de entrada, cual si pudiesen voltearla, dispuestos al parecer a despedazar al intruso.
En el interior, el mulatón fornido y corpulento, guardián siempre de la casa quien en las noches dormía con un ojo abierto, cayó de su lecho como todo portero al que no le gustan las sorpresas. Con rapidez —pues se acostaba semivestido y armado de acuerdo con la época— recogió la lámpara que de noche dejaba encendida a su lado y fue atravesando con ella en la mano las habitaciones frontales.
Aquel frente alargado de esta antigua casona jesuítica mostraba sus cristales empañados. Mientras que los ventanales que daban a la calle iban iluminándose uno a uno, recorriendo el mismo camino de la lámpara.
Por último llegó junto hasta la pesada puerta de madera, donde el mulatillo trataba de sujetar a los furiosos canes. Allí se detuvo (sin abrir aún la puerta cuya llave llevaba en la cintura) para espiar tras los visillos de encaje por una diminuta ventanuca del costado, hacia el exterior. Pudo entonces ver sin ser visto al visitante nocturno, quien osara transgredir su sueño remolón, mirándolo con interés y desconfianza por un largo rato. Y quedó preocupado, pues en aquel rostro no reconocía él, a nadie conocido.
Estaba frente a él un rostro largo, pálido, medio enjuto, de ojos expresivos y perfil agudo casi de cóndor. Un rostro filoso marcado de fatiga, con la mirada penetrante del hombre que ha trotado caminos, océanos y ciudades... Un visitante desconocido que aguardaba ser recibido en aquella casa.
El mulatón no se hallaba dispuesto a franquearle la entrada aunque lloviese a cántaros y el viajero se encontrara empapado. Dueño absoluto de aquella puerta y el único personaje portador del llavero en toda la casa, había decidido defender la entrada de intrusos que nadie conocía ...¡Si era necesario con su vida!... Puesto que ya habían acontecido en Córdoba, sucesos dolorosos llegados desde afuera. Y ese desconocido solitario, mojado y aislado, que no traía acompañante ni escolta alguna, no le parecía a él, una visita apropiada en aquellas horas.
De pronto a sus espaldas, apareció Don Josep Orencio acompañado del negrito con otra lámpara encendida, e indicóle a su guardaespaldas que dejase entrar sin más preámbulos, al desconocido.
Así de mal humor –ese mal humor célebre de los negros angolas–¬ con el “refunfuño” de todo portero desprevenido, como perro guardián al que se le coloca un bozal, el mulatón se hizo a un lado. Pero sin bajar la lámpara que tenía en la mano con la que continuó iluminando sin disimulo al forastero, para observarlo mejor. Mientras que con la otra mano sujetó con más fuerza su pistola ajustada al cinto, la cual creía tener que usar en cualquier momento.
El viajero fue invitado a pasar a la sala de recibo, luego que le hubieron quitado el capote cargado de agua. Mientras por su lado dos mulatas somnolientas, comenzaron a encender las lámparas de un quinqué que pendía del techo. El visitante continuaba de pie como si no le importase la propia fatiga, ni necesitase ningún descanso. Indiferente al reposo. Pero el dueño de casa le aconsejó tomar asiento. Y casi se lo exigió...
Colocaron un brasero crepitante junto al recién llegado y finalmente este díscolo visitante tomó asiento, en un sillón amplio y mullido. Un sillón doble, rojo escarlata, de madera negra laqueada con talla decorada. Don Josep Orencio fue a sentarse a su lado, mientras el mulatón sin dejar el gesto de desconfianza continuó montando guardia junto al dueño de casa, en prevención a cualquier peligro..
Una plática a un mismo tiempo medida y encendida fue llenando el recinto. Principiaron a rodar las palabras. Pocas al comienzo, pero de gran significado y contenido. En cada pausa se detenían las miradas de ambos, como vagando imprecisas y adentrándose dentro de ellas mismas. Las modulaciones de voz fueron cobrando acentuaciones nítidas. Cada idea emitida poseía un don de propiedad, como si el idioma se hubiese enriquecido. No había ademanes, había concesiones dadas,. tal vez por la larga espera y por la llegada imprevista. Sólo el mulatón había quedado de testigo y el silencio de la casa, no podía ser más propicio.
En esos momentos, con esos dos hombres frente a frente, mientras la lluvia aumentaba su vigor y la noche su tiniebla, el devenir señalaba al fin una apertura de camino. En una ciudad lacerada y llena de familias enlutadas —que parecían haberse ocultado en un manto de sueño inacabable— se estaba gestando el comienzo de una nación nueva. A pocas cuadras del Calicanto y en la casa de un viejo amigo del Marqués de Sobremonte y de don Santiago de Liniers, un compañero de Cabildo del gobernador Gutiérrez de la Concha, del catedrático Victorino Rodríguez, de Don Juan de Allende, aquellos cordobeses que habíanse colocado en el ojo de la tormenta al apoyar la Constitución inspirada en Rouseau… ¡Y a cuyos amigos sobrevivientes, venía ahora a buscar este incógnito forastero llegado desde tan lejos!
En el domicilio de un sudamericano de antiguo linaje, salvado milagrosamente de morir fusilado también él, en “Cabeza de Tigre” (por hallarse otra vez Josep Orencio realizando sus tareas en Jesús Maria). Un sobreviviente que se consideraba a sí mismo como parte de un pasado perdido, quien escuchó de labios de aquel forastero desconocido, la llegada de una nueva aurora. Fue allí esa noche, cuando se delineó el destino del Cono Sur Sudamericano con una fuerza irreversible.
Fue en una noche de Córdoba de lluvia y tinieblas, bajo un manto de agua que ocultaba a ambos contertulios, acompañados sólo por el mulatón armado y desconfiado, que comenzó a diagramarse la vida nacional con un tejido totalmente nuevo.

IV . El Huésped
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UN VISITANTE CONTEMPLATIVO

El huésped se movilizaba por las habitaciones de la casa, como una presencia silente. Permanecía horas en el dormitorio que le asignaran, mirando por el ventanal enrejado en forma incierta, como demostrando que su pensamiento estaba en otra parte. En otro mundo. Su mundo. Aquél tras el cual llegara solo y en medio de una tormenta.
Sentábase sobre la cama cubierta de quillangos y continuaba abstraído sin manifestar gestos en su rostro. Pero se lo advertía impaciente. Ansioso. Expectante. Con los brazos y manos inmóviles en aquella pose tiesa, pero golpeando en forma sistemática el suelo con el taco de bota. Aunque los miembros de aquella larga familia pasaban sin cesar frente a su puerta, sin dejar de observarlo muy intrigados, él de igual modo permanecía abstraído aguardando el regreso del dueño de casa. Con quien luego hablaba en privado y sin pausa.
Viéndolo solitario y poco expansivo, concentrado en sus pensamientos, Doña Margarita Arias (la primera esposa de Josep Orencio) dábale órdenes a su mulatilla personal, de servirle un mate bien cebado y espumoso. Un mate de plata altoperuano labrado con figuras tihuanacotas, que él se detenía a contemplarlas, asombrado, por desconocer los simbolismos propios de esta artesanía. Un arte y unas imágenes que por su educación europea no conocía. Y demoraba horas en sorberlo.
¿Quién sabe qué extraño brebaje era el mate cordobés para él? Mezcla como todos sabemos de : yerbamate, peperina, paloblanco, tomillo, paico, carqueja, yerbabuena. Pero el huésped no era descortés con sus anfitriones y debía cumplir con la amable atención de la dueña de casa, tan hospitalaria.
Así es que, quizás haciendo un sacrificio mayor que todos los que había hecho hasta ése entonces, sorbo a sorbo, daba fin al preciado mate con el último chillido de la bombilla. Lo temible era para él que la mulatilla tuviese la pava aún caliente para otro mate próximo. Entonces el visitante, silencioso y sin ser visto, posaba las patitas del mate de plata detrás de algún libro o de otro objeto bien escondido, donde la “angolita” no lo encontrase. ¡Y Doña Margarita tenía después un gran problema para descubrir su paradero! No se supo nunca si ella quería “enseñar” a tomar mate a su huésped, o de verdad quería atenderlo.
Era un hombre muy delgado con un alta frente enmarcada por un cabello castaño y semirrizado. Sus ojos profundos de mirar inquisitivo recorrían las personas y los objetos, pero sin volver la posición del rostro. Tampoco movía sus músculos faciales. No parecía querer estar presente ni ausente y demostraba el deseo de observar a todos, sin que ellos lo advirtieran. Evidenciábase en él al hombre habituado a cabalgar sin perder el horizonte, pues no se acercaba a los objetos ni a los sujetos, sino que los contemplaba desde lejos sin salirse de su lugar. Pero efectuaba aquello con un dejo mucho más acentuado. Con hábitos de diplomático.
En la mesa comía cuánto le sirvieran : charqui, carbonada, quesillo, locro, mazamorra, humita, tamal, zanco, sancocho, empanada criolla. Muy... pero muy despacio. Lentamente. Bocado a bocado. Tal vez porque le extrañaban nuestros manjares, porque era delicado de salud o simplemente, por falta de hábito a ellos.
Y repasaba de una orilla a la otra cada persona sentada en la mesa, pero sin volver su cabeza. Manteníase constante en esa actitud, por aquellos días con muchos invitados llegados en sigilo para conocerlo, hasta el interior de esa familia. De forma que los de una esquina opuesta ignoraban que él los estaba observando, quizás valorando o tal vez diferenciándolos para captarlos mejor. Pero nunca hacía conocer su pensamiento. Contestaba a las preguntas con pocas palabras. Para la familia, él era un huésped mudo.
Gustaba caminar hacia el Calicanto buscando su rumor de aguas, grillos y ranas, entre la límpida brisa cordobesa de aquél entonces. Y apoyábase sobre el pétreo barandón con su rusticidad de antaño, dejando transcurrir el tiempo, el cual cerca suyo siempre parecía eterno. El actuaba como si nunca tuviese prisa. El, que había recorrido tantas rutas —y que aún recorrería muchísimas más– daba a quien lo contemplase una sensación de estatismo.
Dos mulatos de la familia estaban comisionados para acompañarlo en esos paseos hasta aquel murallón de piedra del Calicanto, celebrísimo de la Córdoba colonial, como si temiesen que no regresara. Iban los tres en fila india y él siempre en medio de ambos. Su perfil agudo y enigmático recortábase sobre aquel escenario pétreo, donde su vista perdíase observando las aguas del fondo en la vieja Cañada, algunas veces abundantes y otras escasas según el régimen de lluvia.
Y cuando no regresaban todos ellos antes del poniente, Doña Margarita quedaba muy inquieta, entonces enviaba tras ellos a una mulatilla, para informarse de los paseantes. Pero no conseguía respuesta. O regresaban enseguida los cuatro juntos, o la angolita se sumaba al conjunto contemplativo.

V . LA PATRICIA Mendocina
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UNA DAMA ANFITRIONA

Para aquella dama de alcurnia rodeada por una vida elegante, consolidada y activa, en atención a la época y a las costumbres aún vigentes a comienzos del siglo XIX, donde el salón francés y las sobremesas criollas habían logrado la superación de males anteriores, para ella... él era un huésped que la intrigaba sobremanera. Y que además le había acaparado por completo a su marido.
Siempre fue una mujer que transformaba su hospitalidad en un rasgo de posesión. Papel que se arrogaba con sus visitantes, sus familiares y sus allegados. Le pertenecían. Pero este exótico visitante ni siquiera se poseía a sí mismo, pues su vida misma, no le era propia. Estaba comprometida con ideas. Con proyectos. Con propuestas.
Tenía a todos los mulatos que servían en la casa alborotados por su presencia, con esa curiosidad que les era tan propia y cuchicheaban reunidos en la cocina o en el patio del fondo, bajo los parrales. Más aún, cuando la dueña de casa no podía responder a sus inquirimientos, porque tampoco los conocía ni los comprendía en forma suficiente. Ella veía asimismo sus hijos espiándolo, tras los cortinados o detrás de los cristales, muy intrigados. Todos se intrigaban sobre las razones de su presencia allí. Preguntábanse las motivaciones de este personaje sobrio y medido, que estaba dentro de su casa, sin estarlo al mismo tiempo. Que transmitía siempre una imagen enigmática, porque precisamente su espíritu se hallaba lejos de todos ellos. En su pasado o en su futuro.
Esta dama mendocina estaba acompañada siempre por mulatas y mulatos coquetos y ornamentales, bien vestidos y atildados en su calidad de criados, casi cortesanos, dentro de aquella vida estanciera del siglo XIX donde los gauchos hacían las tareas del campo y los angolas las tareas domésticas. También cultivaban los oficios, herrería y carpintería, y a la vez fueron escribientes y calígrafos. Su innata habilidad manual tuvo gran importancia en la época jesuítica para la ornamentación de iglesias, santuarios y obras de arte coloniales. Cuando provienen de un artista negro se destaca con claridad el movimiento y barroquismo de las formas, el colorido vibrante y matizado, en contraste con el artista indio que es sobrio, geométrico y hierático, siendo su colorido aunque fuerte, muy uniforme. Dos expresiones ambas de alto valor artístico.
Doña Margarita era a un mismo tiempo buena anfitriona y sumamente vivaz, conquistó en simpatía al visitante con esa gracia propia de las damas de aquel tiempo que tuvieron que asumir –bajo el ala del estilo borbónico– un rol cooperativo dentro de la misma sociedad. Ser parte actuante de ella. Representar a la comunidad donde estaban incluidas. Estilo de vida que inventaron los Luises allá en Versalles, que cruzó los Pirineos y las fronteras del mundo… Y que llegó por mares y caminos hasta el Cono Sur sudamericano, mérito que hay que reconocer a la corte francesa, pues extendió por el mundo la vida social de que hoy nos valemos para actuar en política y negocios.
Margarita Arias poco tiempo después iba a integrar el conjunto de “Damas Mendocinas” que bordaron la bandera patria. Pero allí, en su casa de Córdoba, este visitante llegado desde muy lejos representaba un enigma que ella intentaba develar. Nunca lo lograría, mientras fuese su huésped incógnito. En aquellos días cuando permanecía mateando a su lado e intrigándola, o hablando casi en susurro con su marido, como también con otros invitados que presentábanse en sigilo para conocerlo (y a obscuras muchas veces) el huésped misterioso se preocupó especialmente, en no darle ninguna explicación con relación a su persona.
Era inútil para ella que forzase un diálogo preciso. Sin embargo el visitante la atendía en sus conversaciones, en sus relatos familiares y domésticos, que también le interesaban a él para evaluar a las personas en las cuales estaba depositando su confianza. Margarita era muy locuaz y sentíase escuchada, con los halagos de este caballero medido, pero amable, que era muy deferente en sus maneras hacia la buena anfitriona
La simplicidad de estas anécdotas familiares que quedaron en el recuerdo, brindan un clímax natural al marco de un encuentro trascendente. A la entrada en la arena política de estos cordobeses aislados, pero altivos y orgullosos de vivir en una ciudad universitaria en el sur del Cono Sur. Y que en el fondo, con toda su prestancia heredada de los viejos Encomenderos, con los refinamientos cortesanos que habíales enseñado el Marqués de Sobremonte, con ese verbo universitario que le legaron los jesuitas y que los destacaba, eran todos ellos sin embargo, muy simples de corazón.
Y este retrato personal conservado desde el otro ojo, el cotidiano, dentro de una casa colonial con su vida doméstica, distinto al de las grandes gestas épicas con el cual se lo conoce, nos otorga la realidad sin bronces ni monumentos de un caballero de época, transmitida por gente de orgullo aristocrático, pero de una gran sencillez diaria.
Pintura emocional transmitida por personas pertenecientes a un mundo aislado, casi ingenuo, donde la frontera con la Prehistoria estaba allí misma, en el sur de la provincia de Córdoba del Tucumán, sobre las márgenes ensangrentadas por los Malones que asolaban el Río Quinto.

VI . Tres Puntas en un
Mismo Camino
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EL PROYECTO SUDAMERICANO

El misterioso visitante buscó para elaborar su proyecto sudamericano, una familia como los Correas de Larrea que tenía enlace filial en tres puntas fijas del camino que él iba a recorrer. Pues los hijos de Don Félix hallábanse radicados ahora en tres ciudades distintas de este Virreinato. A saber : Ignacio en Buenos Aires, Josep Orencio en Córdoba y Juan de Dios en Mendoza (después fue su gobernador). Tres hermanos que lo hospedan en forma sucesiva. Sin dejar de lado a los otros miembros familiares Correas tras la Cordillera de los Andes. O sea, Chile.
Es evidente que este plan de acción militar estaba preprogramado ya desde Europa. El no dio un solo paso en falso, ni nunca se desvió de su ruta. Iba tras ella. Tres hermanos en Buenos Aires, Córdoba y Mendoza, más la parentela chilena, con solvencia económica que sería un recurso importante para los grandes gastos que tenía que afrontar. Tres hermanos de una familia que en aquel tiempo, tenía un claro engarce político.
Es muy probable que él llegase al país con el nombre de todos ellos en su valija. De ser así, no deben estar allí ausentes –presuponemos– los informes detallados de las sectas masónicas, que tenían un verdadero catálogo de residentes en Sudamérica. Es una sugerencia, no una afirmación.
El tenía la calma suficiente para preparar el ambiente que necesitaba, a fin de llevar a buen puerto su empresa. Considerando ideas, viendo la factibilidad de su desarrollo, y advirtió, como hombre de mundo que era, la necesidad de ajustarse a las normas propias cordobesas. Debía actuar con mesura para elegir a la gente con sumo cuidado y no tocar puertas falsas, máxime cuando toda la ciudadanía de esta comunidad –por sucesivos y duros aconteceres realmente trágicos– habíase vuelto desconfiada.
Sin embargo, era precisamente Córdoba, quien para él estaba llena de posibi¬lidades. De futuro. Como puente sustentatorio para concretar empresas nuevas. Y por ello fascinó con sus proyectos a Don Josep Orencio desde aquella noche de su llegada, empapado y bajo las tinieblas pluviosas. La casa adonde arribara era sin duda propicia, o quizás providencial. Una antigua casa jesuítica habitada por gente nueva, con paredes que hablaban de su historia, con un dueño ávido de progreso.

AMIGOS QUE YA NO ESTÁN
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EL MARQUÉS DE SOBREMONTE (antiguo gran Gobernador de Córdoba)

Por su lado, su anfitrión Don Josep Orencio Correas, había aprendido desde muy joven a reconocer un rostro, como una lectura impresa en las facciones de los personajes que cambian la historia. Aprendió a palparlo e intuirlo, junto a su padre Don Félix Correas, cuando éste recibió en su casa al Marqués de Sobremonte allá en Mendoza. Había quedado impresionado con él, por su personalidad, su seguridad, su fuerte mirada que siempre dirigía de frente hacia los ojos de aquel con quien hablaba y transmitió este concepto a su hijo. Eran momentos decisivos para salir adelante luego de la expulsión jesuítica y el retraso que esto produjo, cuando la provincia de Cuyo (o sea Mendoza y San Juan) fuera separada de Chile y se necesitaba un nuevo organigrama. Supo entonces que para emprender una tarea además de voluntad, hacía falta un rostro especial.
Más adelante cuando el Marqués retornó a la península española, luego de trotar más de veinte años por estos mundos sudamericanos haciendo obra civil y reconstructora, cada cordobés esperaría sus noticias, sus mensajes, sus consultas ... Y siempre anhelando su ansiado regreso, que él les prometiera, pero la anarquía y la guerra civil en cayó la nación y su provincia de Córdoba, iban a impedírselo.

LAS VÍCTIMAS CORDOBESAS DE LA TRAGEDIA
DE CABEZA DE TIGRE :
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SANTIAGO DE LINIERS (Conde de Buenos Aires)

Más adelante ya instalado y siendo un productor conocido de Córdoba, cuando Don Santiago de Liniers lo visitaba en Jesús Maria para “catar” como buen francés, su cosecha del Vino del Rey, haciendo gala de su paladar galo. Aprendió de él otros valores imprescindibles para salir a flote en la vida. La lealtad. La coordinación de los actos con el pensamiento. El liberalismo y la tolerancia. El menor de sus hijos se llamará Santiago, en recuerdo suyo. Por un amigo inolvidable... Al que un día perdió en Cabeza de Tigre.

DON VICTORINO RODRÍGUEZ (el Rector de la Universidad de Córdoba)

Una personalidad distinta, rica, pedagoga, fue el profesor Don Victorino Rodríguez, cuyo nombre llevan hoy escuelas cordobesas. Era el pedagogo que explicaba los conceptos nuevos y presentaba a ese auditorio de ciudadanos que deseaban iniciarse en el Siglo de las Luces, el valor de poseer una Constitución. Para explicarla estaban los hombres de cultura, los hombres que como Don Victorino habían dedicado su tiempo al estudio. Tenía él la calidad del maestro. Sabía enseñar. Explicar. Hacerse comprender. Pues lo que para los hombres de este siglo XXI es ahora tan simple, racional y cotidiano –una Constitución– era nuevo cuando amanecía el siglo XIX. Nunca un maestro de valer es olvidado, y no lo sería Don Victorino Rodríguez.
El lo respetaba con honda admiración, ya que a pesar de ser Josep Orencio de una familia destacada en Mendoza, no había hecho la universidad. Tuvo en este amigo un maestro que le acercó los libros necesarios y la autoridad suficiente para hacerse comprender y escuchar. Le llamaba El Maestro ... y lo perdió en Cabeza de Tigre.

DOND JUAN DE ALLENDE

Otro amigo destacado fue Don Juan de Allende, quien le dispensara una grata acogida a su arribo a Córdoba, y cuya casa estuvo abierta para él desde el principio. Un caballero con quien departió los momentos de progreso, los nuevos proyectos para una ciudad nueva y una extensa provincia con un devenir abierto. Dispuesto siempre al diálogo y afable con todos los ciudadanos. Caminaba erguido por las calles y siempre entablaba diálogo con los transeúntes, aunque fuesen de condición humilde, sin hacerles notar esa diferencia. Su casa tenía pronta un plato de mazamorra para cualquier persona con falta de recursos, que en alguna ocasión lo necesitase.
Era generoso y altivo. Solidario e inolvidable. Tuvo un gran dolor al perderlo en Cabeza de Tigre y lo recordó siempre con nostalgia, como hombre de bien, Don Josep Orencio.

DON JUAN GUTIÉRREZ DE LA CONCHA (el Gobernador de Córdoba)

Juan Gutiérrez de la Concha, el último gobernador del período colonial, fue buen camarada de los cordobeses pues rompía con su actitud liberal las diferencias de nacionalidad y nacimiento. Españoles e Indianos (estos últimos eran españoles nacidos en las Indias, hoy América) habían sido hasta entonces diferentes, a pesar de ser súbditos de la misma corona. Pero él logró que todos en Córdoba lo considerasen como a un nativo más de esta tierra, un cordobés como todos los demás. Además tuvo un hijo cordobés nacido en 1809, el cual siempre recordó su nacimiento en Córdoba.
Don Juan era un marino español que tuvo una actuación memorable durante las “Invasiones Inglesas”, en la reconquista de la ciudad de Buenos Aires de 1806. Fue uno de los más temerarios paladines de aquel hecho histórico, su heroísmo y arrojo lo llevaron a la de gobernación de Córdoba.
La provincia a su mando llevaba el nombre de “Córdoba del Tucumán” y estaba formada al sur por tres provincias argentinas de hoy : Córdoba, San Luis y Mendoza, las cuales en aquel tiempo conformaban una línea recta fronteriza con la Prehistoria... es decir, la zona de litigio con la indiada vandálica del Malón. Fue elegido Gutiérrez de la Concha por ser un defensor probado (contra los ingleses) para un eventual ataque a la ciudad Córdoba, que estaba en la mira de los salvajes. La cuidad cordobesa de Río Cuarto había sido ya arrasada y no se reedificaría hasta finales de aquel siglo, luego de la guerra del desierto.
El siempre acompañaba a los ciudadanos cordobeses en las sesiones del Cabildo, lo cual no era hábito de otros gobernadores coloniales, ya que los cabildantes eran grupos de vecinos y no autoridades elegidas desde los altos mandos del Imperio Español de Ultramar. Pero Gutiérrez de la Concha hízoles sentir que él era un hombre más, un citadino como todos ellos y no una autoridad por encima de ellos. Liberalismo y fraternidad, eran principios “rousseaulianos” muy extendidos por aquellos días en los países importantes del mundo, y que este gobernador complacíase en practicar en esta ciudad universitaria, para gusto de sus doctores.
Los sentimientos de los pueblos, el cariño de los vecinos, el afecto de los conciudadanos, corresponden a derechos adquiri¬dos por una conducta noble en el medio donde se practica. Cuando un gobernante tiene la capacidad de hacerse amar, esto no ofrece réplica. Y los cordobeses de antaño se sintieron con el derecho propio de amarlo, por arriba de todos los juegos políticos o verdades parciales, que llevaron a la tragedia de Cabeza de Tigre.
Cuando se revisan las Actas Capitulares de su período de gobierno produce una emoción, que llega a la tristeza. Se perdió con él a un gran hombre. Una honda tristeza embargó a los cordobeses de aquel tiempo cuando ya no lo tuvieron más. Estaban acostumbrados a verlo allí en las sesiones del Cabildo estampando su firma amiga, como un vecino más, como un compañero más, aunque él no tuviese ninguna participación real en las sesiones capitulares.
Pero allí estaba para acompañarlos, en calidad de habitué. Era un vecino. Un amigo. Alguien que nunca faltó, porque los grandes amigos siempre están en los momentos que hace falta su compañía. Cuando realmente se los necesita, o cuando se los desea tener cerca de uno. Juan Gutiérrez de la Concha no tenía cargos en el Cabildo cordobés, pero allí estaba con su firma como otro citadino. Era el gobernador oficial, pero él prefería ser el amigo y el vecino. Estaba sin estar. Pertenecía al grupo de cordobeses aunque no lo fuera, porque era un liberal y un demócrata de corte casi ateniense.
Un hombre de valores morales propios, quizás un poco adelantado a la época, pero que llegó al corazón de estos aislados cordobeses que en el cono sur de Sudamérica deseaban ser parte de un mundo con leyes y derechos, para legar un devenir a su descendencia.

Los Hijos de la Tragedia :
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Cuando devienen estos acontecimientos trágicos, la parte más vulnerable es la familia. La familia Gutiérrez de la Concha era extranjera, sin parientes próximos y con dos niños muy pequeños, José de un año y Manuel de dos años. El menor nacido en Córdoba y el mayor en Tucumán. Es decir eran criollos ya en el concepto de aquel siglo.
Pero corrían un inmenso peligro con las tropas que sitiaban la provincia. Don Josep Orencio Correas no lo dudó un minuto, a pesar del peligro a que estaba expuesto él también. Retornó de inmediato de Jesús María, buscó a los dos niños, los arropó con ponchos semiescondiéndolos en esa forma y dio orden a su cochero de hacer correr los caballos sin demora. No había llegado ni siquiera hasta su casa propia, por considerar que tendría también sobre su persona, una orden de detención.
En Jesús María estaban todos a salvo. Ambos niños protegidos de esta forma en el momento más difícil de sus vidas, no lo olvidaron nunca a pesar de la distancia. Siempre hubo al correr de los años, noticias de ellos. José Gutiérrez de la Concha, Marqués de la Habana, el menor de los niños cordobés de nacimiento, sería un destacado personaje en Cuba como presidente del Consejo de Ministros. Manuel, el mayor, tucumano, Marqués del Duero, fue un gran luchador en las guerras “Carlistas” a quienes expulsó de Bilbao. No podía ser de otra forma como hijo de un político liberal, y fue figura prominente de estas memorables epopeyas, que arrojaron el despotismo de España, a finales del siglo XIX.

DON JUAN DE LAVALLE (su cuñado, vencedor de los “bandeirantes” brasileros en Ituzaingó)

Treinta años después Josep Orencio protegería de igual modo a otros niños, también involucrados en una tragedia : los hijos de Juan de Lavalle. La esposa del héroe de Ituzaingó era Mercedes Correas, mendocina como él y sobrina suya. Buscaron refugio en Jesús María por temor a quedarse en Mendoza adonde los esbirros y asesinos de Lavalle intentarían cualquier atropello cruento. Mercedes era hija de su hermano Juan de Dios Correas de Larrea, gobernador de Mendoza.

LOS CONTERTULIOS

Las tertulias universitarias recibieron en Córdoba a Don Orencio Correas, llegado de Mendoza siendo aún muy joven, y cautivaron su mente quedando prendado de ellas para siempre. Se forjaría desde entonces el concepto de servirlas. De adoptar como norte de vida ese mundo de valores, muy importante, mucho más rico que la propia riqueza de la Estancia de Jesús María. La riqueza de las ideas.
Evocaba en aquellos días para su visitante, hospedado en su casa y llegado desde el viejo continente, ese tiempo pasado y cercano aún, vivido por él desde su arribo a Córdoba. Cuando la caballero¬sidad permanente del los cordobeses haciéronle el honor de considerarlo como un citadino local, un productor progresista, un colaborador eficiente para esta provincia, sin ponerle trabas. A pesar de ser él un mendocino forastero y antiguo chileno. Pues al nacer Mendoza era aún una ciudad de Chile. Otro virreinato.
Córdoba era cuando él arribó una sociedad cerrada y desconfiada, luego de la expulsión jesuítica, que lo miró al principio llena de recelos. Pero contaba con el aval de Sobremonte y esta circunstancia muy especial le abrió puertas, siendo convocado a formar parte del Cabildo. Se introdujo a partir de allí en una ciudad de universitarios con pensamientos nuevos, que proclamaban nuevas fronteras, nuevos espacios vitales. Así comenzó el siglo XIX.
Siempre Don Josep Orencio había gustado de colocarse junto a principios y normas. Buscó desde el inicio concretar obras. Era pragmático y hombre de empresa, personalidad clara y de un realismo total. No admitió nunca un doble juego, ni fue tras ningún rédito. Por el contrario, puso mucho y no exigió nunca devolución alguna. Era hombre de concreciones, de administración, de ordenamiento, empresario pudiente y prudente, metódico... Tanto como su huésped, el visitante que llegara bajo lluvia y tormenta : Era un hombre de Gesta.
Una tela muy fina distanciaba una concepción de la otra, lo suficientemente transparente como para que pudiese haber entre ellos un entendimiento claro. Una comunicación adecuada en ese instante especial.
Lo que el huésped aportaba con su llegada iba a transformarlo todo, era una empresa totalmente nueva e inédita aún. De audacia. De riesgo. Pero donde había que ser muy equilibrado para programarla en forma eficiente desde el principio... Y ambos lo eran. Casi al unísono.
Ninguno de los dos proponía algo para sí. Ninguno sacaría rédito alguno. Llevados por sus propios caracteres y por lo delicado de la circunstancia, estaban dispuestos ambos a donarlo todo. Ya que el planteo se había colocado sobre la mesa desde la primera noche y nunca más fue modificado.

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VII . Brindis con el Vino del Rey
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TABLERO DE AJEDREZ

Esa noche. Esa primera noche. Aquélla del arribo de este misterioso visitante, mientras en su seno las aguas del Calicanto crecían desmesuradamente y comenzaban ya a desbordar. Con el “quinqué” parpadeando sobre sus cabezas y el mulatón fornido apretando su pistola. Hablando el viajero de todos sus recorridos y de los que aún le quedaban por realizar. Sus intenciones. Su meta. Un parámetro imposible de medir todavía en aquel momento. Bajo la mirada expectante del dueño de casa. Con la consigna en su mente y sin ningún equipaje en sus manos. El hombre que lo traía todo en ese momento especial, cuando el rey Fernando VII de Borbón convocaba a la Santa Alianza para invadirlos. Sólo este proyecto que traía el viajero en su pensamiento, mientras afuera arreciaba con furor la tormenta, podría detenerlo.
Y ellos dos como figuras esenciales. Un momento crucial donde se definía el futuro de una nación y el devenir del Cono Sur sudamericano. Una reunión improvisada dentro del salón escarlata donde huésped y anfitrión dialogaron sin prisa, haciendo más lenta las horas y más profunda la obscuridad de la noche.
Como tablero de ajedrez en el cual se plantea una genial movida, el viajero exponía largamente sus ideas y luego entraba en un total silencio, mirando de frente a su interlocutor. Completaba un pensamiento, como quien mueve una pieza, un rey, un alfil y luego quedaba callado en total mutismo. Observando y sintiéndose observado. La lámpara del mulato angola subía y bajaba para observarlo mejor, sin que el aludido se inmutara, marcando sus facciones filosas y volviendo más extraño el trasfondo de su mirada. La noche en desvelo con intenso diálogo, dejaba entrar el espasmo en sordina de numerosos truenos lejanos, dentro de la sala carmesí.
Enmarcada en secreto esta sutil llegada del visitante a Córdoba, misteriosa y oculta entre las brumas de una cortina de agua, se constituiría con el correr del tiempo en un hecho público y conocido por las generaciones venideras. El sería demasiado importante para la patria como para ser olvidado por los cordobeses, quienes lo acogieron esperanzados en su momento. Sólo que aquello aconteció –su fama¬– a posteriori de su estadía en Córdoba ... Pues apenas partió de aquí su figura agigantándose tomó un vuelo inusitado. Conmovió países y conti¬nentes. Éxitos. Fracasos. Gloria. Olvido. Restauración de memoria.
Fue en Córdoba, por ende, donde obtuvo el mayor apoyo logístico para comenzar sus gestas. El pie inicial. Donde entrevistó a estancieros, comerciantes, militares, políticos, industriales, universitarios, a gente de cultura y producción. De esta gente cordobesa mediterránea y ajena al acontecer mundial, aislada en un mundo de Finisterre, pero universitaria y constitucionalista, fue donde su genio cobró el impulso que lo haría a él, indetenible para los años venideros.
Era como visitante una presencia silente, cauta y cautelosa, que intentaba a todas luces pasar inadvertida. Que buscaba adhesión para su programa, pero que no buscaba nada para él mismo. Porque quería sembrar antes que ser admirado. En momento alguno intentó ocupar preeminencia en esta ciudad. Quiso no ser advertido con su llegada, pero fue el visitante más afamado que tuvo Córdoba en el siglo XIX.
Sería este visitante solitario el mismo personaje que luego al partir, agradeciendo la hospitalidad con frases muy gratas en su correspondencia, conmovería a políticos y países, arrastraría masas tras de sí y se haría dueño del siglo subsiguiente,. Muy poco después de salir de Córdoba, donde su presencia intrigara tanto al envol¬verse él mismo en un manto de misterio, entró de golpe en un vórtice de fama internacional.
Pero cuando fue hospedado luego de arribar una noche de lluvia, no se formuló aclaración alguna mientras fue un huésped. Compartió el anfitrión durante ese periodo, el secreto que traía el visitante sólo con su guardaespaldas, el mulato gigante. Todos los otros pasos que el recién llegado dio entre personas muy conocidas por la ciudadanía, mantuvieron ese mismo sigilo. Los cordobeses esperaban por aquel tiempo no volver a ser acusados de connivencia “bonapartista”, con sangre ilustre derramada. Pero deseaban luchar otra vez por una Constitución, y veían con sumo agrado que ahora toda la nación se opusiera a Fernando VII y su absolutismo. Apoyaban esa esperanza. Por ello confiaron de que este visitante, hombre venido de una Europa moderna, liberal y progresista, la trajera en sus valijas. No iban a equivocarse.
Las familias que lo agasajaron casi en susurro – no sólo la que lo hospedó a la llegada– tardarían mucho tiempo en arribar a esa comprensión final. Fue muy valioso el papel que les tocó en suerte protagonizar dentro de la historia, sin ellas saberlo, pues el forastero era demasiado enigmático y reservado. Esa figura extraña que estuvo mateando con todas las damas cordobesas y partió con sus saludos de despedida, volvería luego hacia ellas, completamente engrandecida.
Y en ese interior doméstico, de gente con tradición aristocrática pero de una vida sencilla y muy simple, iban más adelante, con el tiempo y los años a preguntarse ... ¿Era él? ¿Es el mismo? ¿Ese era nuestro huésped? ¿Ese era nuestro visitante silencioso? ¡Pues ellas habíanlo tenido entre sus paredes sin darse cuenta de nada! ... Así son las sorpresas que propone a la gente sencilla : El Destino.

EL VINO DEL REY

Aquella noche imborrable de la llegada entre el viajero empapado e imperturbable, dueño de sendas y caminos, de postas y laberintos, de puertos incontables, de mares y cabalgatas, junto al estanciero y bodeguero que dábale alojamiento por indicación de una carta familiar convertida en llamas y ceniza ... todo había sido ya expuesto sobre la mesa.

Aconteció como en los hechos de magia. La magia histórica que luego de ello vendría.

Iba clareando aquella noche tormentosa que intentaba concluir, mientras concluían también las explicaciones. Iba clareando aunque la lluvia era aún indoblegable, quizás con la misma fuerza tenaz que ponía a dicho viajero en acción. Caía sin pausa ...Era como él... Tenía su constancia. Su carácter. Su perseverancia. Cauta, estable e inamovible. Había llegado a Córdoba de incógnito, a cambiar el rumbo de todas las cosas.
Allá a lo lejos, detrás del océano, un rey absolutista llegado desde el exilio –Fernando VII– abolía la Constitución y llamaba a la Santa Alianza para invadir las tierras del Imperio Español de Ultramar, las cuales ya no se sometían a una monarquía absoluta sin derechos constitucionales. Pues el pensamiento de Rousseau había penetrado ahora la piel de todos los hombres hispanoamericanos del siglo XIX.
.Pero en aquella noche cordobesa, dentro del salón rojo carmesí rodeado por una empali¬zada de agua, con los cristales empañados donde había amanecido antes de llegar el día, todo era enjundia y emociones. Dos espíritus prestos para el progreso se habían aunado para iniciar la gran gesta y defender los principios modernos del hombre nuevo.
¡Sí! ... ¡Era el momento de brindar por el futuro!. En ese instante cumbre y considerando que todo el mazo de cartas había sido ya extendido sobre la mesa, el anfitrión, Don Josep Orencio Correas de Larrea y Sotomayor le dijo entonces con alegría y alivio, a su huésped :

—“¿Quiere usted caballero llegado bajo la lluvia desde tan lejos hasta mi casa, trayéndome tan buenas nuevas, Don José Francisco de San Martín y Matorras, servirse esta copa con el Vino del Rey?”

……..FIN…....

Alejandra Correas Vázquez

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